› Por Luis Bruschtein
El domingo pasado se agotó la película de Pino Solanas Los hijos de Fierro, que distribuyó PáginaI12. Todos los argentinos son devotos del Martín Fierro, pero hay muchos que no lo entienden.
Hay un país sonámbulo. Un país que declama su devoción por el Martín Fierro sin darse cuenta de que es su propia historia. El mismo país que reniega de sus cabecitas negras, que levanta monumentos a los genocidas de la conquista del desierto, ama sincera y ciegamente, esa historia de un cabecita negra que se pasa la mitad de su vida exiliado entre sus hermanos, los indios. La devoción por el Martín Fierro es un monumento a la esquizofrenia cultural argentina.
Pero la historia camina con los ojos abiertos, aunque la mayoría la lea con los ojos cerrados para tropezarse una y otra vez con los cordones que la van trenzando. Porque la historia de ese gaucho también fue escrita en el exilio, en Brasil, por José Hernández.
Hernández fue proclamado como el escritor emblemático de la cultura nacional. Pero si algo representaba era una cultura que había sido derrotada por la que finalmente lo entronó. ¿Poder de síntesis o de negación? Porque se ocultó prolijamente que el autor del Martín Fierro había sido el rostro intelectual de la montonera más vilipendiada de la historia oficial, la del general entrerriano Ricardo López Jordán, una montonera con ideas de avanzada que se oponía al centralismo porteño y al mismo tiempo luchaba por la patria grande latinoamericana. En 1871, López Jordán fue derrotado por Sarmiento y se exilió en Brasil, junto a José Hernández. En 1872 se publicó la primera edición del Martín Fierro y se vendieron 20 mil ejemplares, un éxito editorial espectacular. El triunfo de un derrotado.
En 1978, Pino Solanas presentó su película Los hijos de Fierro. También estaba en el exilio. Pero la había filmado entre 1973 y 1975 para hablar de una victoria y no de una derrota. Quería contar el fin de los 18 años de exilio de Perón y debió terminarla él mismo en el exilio. Cuando terminó la película, tres de los actores, entre ellos Julio Troxler, el “Hijo Mayor” de Fierro, ya habían sido asesinados. Como si la película no pudiera escapar a la realidad, como si fuera imposible hablar de ella sin sufrirla, como si estuviera maldecida por hablar de lo que se reniega.
En la película, la resistencia peronista, el sindicalismo rebelde, la gloriosa Jotapé son los hijos de Fierro. En 1978, esos hijos de Fierro eran buscados para la tortura y la desaparición, para asesinar a sus familias, para apropiarse de sus hijos, para borrar del mapa el más mínimo testimonio de que alguna vez hubieran existido. Otra vez la ferocidad y la sangre con ropa civilizada, otra vez el genocidio patriótico y occidental. La misma ola brutal que en la historia del país se había alzado una y otra vez.
Es difícil entender la forma en que se las han arreglado para contar la historia argentina ocultando la sangre y la ferocidad que la atraviesa. Es tan fuerte esa idea que hasta los mismos protagonistas de la historia de los ’70 no se daban cuenta de que eran producto de esa matriz. Es tan fuerte esa idea que después de la dictadura se habló de dos demonios porque decían que el grueso de los argentinos y su historia eran pacíficos.
Julio Troxler, el “Hijo Mayor”, era uno de esos demonios que crucificó el sentido común de la época. Militante de la resistencia peronista, sobrevivió a los fusilamientos de José León Suárez. Tras el ’73, fue por un breve período jefe de la policía que antes había intentado fusilarlo. En 1975 fue acribillado a mansalva por la Triple A. Era un tipo cálido, reflexivo y muy querido por sus compañeros. Antes de morir había actuado como actor de su propia historia en la película Operación Masacre y en Los Hijos de Fierro, haciendo de un perfecto Hermano Mayor. Es una de las tantas historias de este país que siempre fue tan pacífico si no fuera por sus demonios. Hablar de los demonios siempre resulta cómodo aunque deje la sensación de que alguien se perdió una parte de la película, por cerrar los ojos, por dejar hacer, por no haber hecho lo necesario, o por el odio secreto a los que sí hicieron.
Los Hijos de Fierro es el contradiscurso, como lo fue el Martín Fierro, y duele porque habla de nuestra historia.
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