› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Frank Bascombe –quien alguna vez quiso ser escritor, pero tan sólo llegó a cronista de deportes y ahora trabaja de agente inmobiliario en las orillas de Nueva Jersey– apuesta por Barack Obama. No tiene dudas porque no hay otra opción posible. Votó por él en las primarias del Partido Demócrata y volverá a votar por él en noviembre, en las próximas elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Le pregunto a Frank Bascombe por qué, de dónde sale semejante seguridad y certeza, y Bascombe –a quien conozco desde la novela El periodista deportivo (1986), reencontré en El Día de la Independencia y volvía a ver y a leer en Acción de Gracias (2006 y recién traducida a español en Anagrama)– le cede la palabra a Richard Ford. Pero no hay problema, no hay diferencia, los dos piensan lo mismo aunque, para Ford, Bascombe sea más interesante y mejor persona que él: “Vamos a votar a Barack Obama porque no sabemos nada de él”, me dice uno con la voz del otro u otro con la voz de uno. Da igual.
DOS Más tarde, en un mediodía de Barcelona, durante el almuerzo, le pregunto a Ford si no es un poco raro que un escritor que se ha consagrado gracias a saberlo todo –y a hacérnoslo saber todo– acerca de Frank Bascombe se arriesgue a confiar en alguien de quien no sabe nada, y si Obama no será un poco como Denzel Washington haciendo de candidato a la presidencia. Y Ford responde: “Es posible. Pero también es verdad que no podemos caer más bajo. Estamos en el fondo del fondo. No hay dudas de que George W. Bush ha sido el peor presidente en toda la historia de mi país y de que, para salir de semejante abismo, necesitamos a alguien nuevo. Puede sonar un poco osado, pero me temo que no tenemos otro camino. Estamos desesperados, así que elegimos a un desconocido para que nos ayude y nos salve. Y, además, Obama es la oportunidad de reconciliarnos con un pasado marcado por el racismo. De acuerdo, es una gran incertidumbre, pero también es el responsable de haber encendido, luego de tantos años de oscuridad, una bombilla en el cerebro político de los norteamericanos. Una luz en una nación donde el ciudadano medio nunca está interesado en la política. Lo que a él le interesa es cortar el césped, que su hijo estudie en una buena universidad, salir de vacaciones... La política es para la clase política. Pero ahora la clase política ha demostrado que si algo no tiene es clase. Y pareciera que, por fin, es hora de hacer algo”.
Le pregunto entonces cómo puede resistirse a la tentación de que Frank Bascombe –a quien ha retirado y alejado de su vida profesional definitivamente, o eso parece– no vuelva para ver y hacernos ver qué pasa con Obama. Ford suspira y dice que Acción de Gracias fue demasiado, que lo agotó, que siente que ya no podría escribir otra novela de semejante ambición, profundidad y calado y que, además, sospecha que no le queda mucho tiempo en este lado de las cosas. Así que quiere llevar una existencia más tranquila. Vivir nada más que lo suyo y no, además, lo de Bascombe. Con una buena vida basta y sobra, y “lo que pasa es que volver a Bascombe en nombre de Obama sería una tentación más personal que artística. Y así no vale”. Y creo entender a qué se refiere Ford. En el nombre de las tentaciones personales hay gente que ha invadido países invocando armas inexistentes.
TRES Y, sorpresa, Richard Ford habla mucho. Pocas veces he interpretado tan mal una foto de escritor. En las suyas, Ford aparece siempre –o eso hace pensar– como uno de esos tipos duros de pocas palabras que, más que envejecer, parecen ir fosilizándose. Ford como –sólo se me ocurren símiles actorales– Clint Eastwood, Ed Harris, Lance Henrikssen o Scott Glenn. O Sam Shepard. Pero no. De cerca, lo que destaca del altísimo y siempre sonriente Ford es su mirada límpida y divertida y azul (que, ya que estamos, recuerda tanto a la de Peter O’Toole) y su contagioso entusiasmo por casi todo. Así, Ford no para de contar historias: sus días como jugador de básquet, sus viajes a México en busca del espectro de Malcolm Lowry, el modo en que su mujer (la Kristina a la que están dedicados todos sus libros y quien contribuyó al nacimiento de Bascombe cuando desafió a Ford a que, por una vez, “escribiera sobre un hombre feliz”) le salvó la vida y le regaló el tiempo y el espacio para escribir, el modo en que casi entra al FBI o a la CIA, la manera enfática en que se define como “un patriota”, agregando que “es mucho más difícil ser un patriota en tiempos de mierda”, y el modo en que entiende a su lector ideal: “Alguien de 19 años con capacidad para leer, la edad que yo tenía cuando leí Absalom, Absalom! de William Faulkner y supe que mi vida había cambiado para siempre”.
CUATRO Al caer la noche, presento a Ford en una biblioteca de la ciudad y, lo siento, no puedo evitarlo, vuelvo a reclamarle –en público el apoyo se multiplica– que no deje a Bascombe de lado, que lo traiga de vuelta. Y, tal vez por la presión de la multitud, Ford admite que todo es posible, que quién sabe, que ya veremos. Por el momento, HBO ha comprado los derechos televisivos de la Trilogía Bascombe y prepara grandes cosas. Ford ve a Bascombe con el rostro de Kevin Spacey o –su favorito, porque no tiene nada que ver con el personaje, “pero es una persona que puede hacer de quien quiera”– Philip Seymour Hoffman. Yo le digo que para mí el George Clooney curtido de Michael Clayton no estaría mal. Ford promete pensárselo y reconoce el miedo y el espanto que sentiría si los productores eligen –ya hubo algún indicio en este sentido– al sonriente Tom Cruise. Todo es posible. La vida –como bien lo demuestra la saga bascombeana en la que Ford consiguió renovar y reclamar para sí el tan bien y transitado paisaje literario del suburbio americano– está llena de malentendidos. Entre ellos, el de esa foto ya legendaria en la que Ford posa junto a sus amigos Raymond Carver y Tobias Wolff y que lo convirtió en el automático tercer mosquetero del minimalismo, el realismo sucio y todo eso. Nada que ver.
“Si hay algo en lo que yo no creo es en la idea de las tradiciones literarias. Para mí, la literatura no tiene nacionalidad ni región. En lo que a mí respecta, Anton Chejov siempre fue un tipo con una casa junto al Mississippi. Ahí escribía y ahí lo leí yo. Por eso nada me causa más gracia que las presunciones de los críticos siempre listos para explicarte... Recuerdo que una vez, en Austria, se me acercó uno y no paró de lanzarme afirmaciones categóricas sobre mi vida y su relación con mi obra, y yo me vi obligado a rebatirle una tras otra. El hombre se enojó mucho y al final se despidió con un ‘No hay nada más decepcionante que conocer a un escritor que te gusta mucho’. Y posiblemente esté en lo cierto.”
Le digo a Ford que no siempre es verdad.
Después, enseguida, los lectores se acercan a él para que les firme una novela protagonizada por “un hombre bueno” que “sólo quiere el bien para los demás” y que en la última página de Acción de Gracias, número 731, luego de casi morir, descubre el secreto de la vida: “Ahí está la inevitabilidad. Aquí tengo el hecho concluyente: vivir, vivir, sobrevivir”.
Que así sea y buena suerte para Ford, para Bascombe, para Obama, para todos.
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