CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Para los que nos gusta el fútbol, ayer a la tarde en vivo y/o por la tele había tres partidos muy atendibles. Por muy diferentes razones no contradictorias, se verá.
Primero, el Partido de la Memoria, armado en cancha de River con retazos futboleros simbólicos y como centro descentrado de la recordación múltiple de la final del ’78 ante Holanda: presentado como La Otra Final, digamos. Un diferido de treinta años que recordaba algo común no comunicado antes, hecho para contar lo que faltaba contar. Y sentir, ya no solos sino en grupo.
El segundo o los segundos era/eran Racing-Belgrano y –en un registro menor de resonancia– Gimnasia de Jujuy-Unión, acto final de una larga agonía de candidatos a condenados a muerte que se jugaban la permanencia en el mundo de los vivos malheridos en noventa minutos “de vuelta”: al final –se sabe–, el (casi) muerto se ríe del degollado. Y hasta la próxima agonía.
El tercero y último partido de fútbol por la tele era la final Alemania-España por el título de la Eurocopa, ese Mundial sin Brasil y Argentina, como (mal) dicen. La oportunidad de ver espectáculo con intérpretes dotados, fútbol ajeno de primer nivel en instancias definitivas. El gesto de sumarse a los millones de telespectadores de todo el mundo para ver la apoteosis de la fiesta futbolera en la era del espectáculo. La perfección mediática del fútbol globalizado.
De algún modo en esos tres partidos –¿qué parte un “partido” de fútbol?– representan, pienso ahora, que he podido desmembrarme discontinuado para ver y entrever a los tres en directo y diferido, algunas de las muchas cosas que es, encarna y “significa” el fútbol. Porque las razones para ver y disfrutar y autoconvocarse ante estos tres matches que cualquier futbolero de ley sentía ayer, son diversas y no necesariamente excluyentes.
Partamos de España-Alemania. Las ganas de verlo y la satisfacción de que hayan ganado los españoles –en mi caso– tienen que ver con el gusto por el fútbol como juego capaz de provocar, ofrecer, belleza y emoción. Nada por ganar ni nada que perder. Pero sí las ganas de que se impongan los que hacen honor al juego. Por suerte, ayer, la presencia de buenos jugadores –la mayoría del lado de los de camiseta roja– se reflejó en el trámite y en el resultado. Es para ver los toques de Xavi o de Iniesta o de Csecs o las diagonales del Niño Torres –¡qué lindo gol, como casi todos los de España en el torneo!– o los tiros libres de Michael Ballack o las corridas del petiso lateral izquierdo alemán que uno prende la tele y se ilumina con las figuritas contra el fondo nunca más parejito y verde que ése.
Sigamos con Racing-Belgrano. Ver esa pulseada al borde del abismo y, sobre todo, ver y sentir el espectáculo de las tribunas reivindica otro aspecto de lo que es el fútbol (más allá de la ocasional, rarísima belleza y del opaco espectáculo): el ejercicio irrestricto de la pasión. No hablemos de la excelencia del juego, de verde césped o de la muestra de habilidad y destreza. Hablemos de esa otra cosa que también es el fútbol: riesgo, apuesta, entrega inmotivada más allá del fervor por eso tan maravillosamente estúpido: una camiseta. Hay algo que es obvio pero no menos notable: no hubo diferencias apreciables entre la alegría manifiesta de los jugadores de la Academia que se salvaron del descenso en un devaluado torneo de AFA y la de los seleccionados españoles que ganaron un título continental tras más de cuarenta años de sequía... Y ni hablar de la dimensión del festejo: las alegrías que disparan/deparan los logros pocas veces alcanzan el grado de satisfacción y poderoso alivio que produce la sensación de zafar del Infierno... Es que ser campeón tiene algo de definitivo, de cerrado, de ciclo cumplido. Zafar, en cambio, abre una puerta que parecía cerrada: es como que te saquen de un pozo o que llegues a la cumbre del Everest. Poneme el micrófono y te digo quién está más emocionado...
Nos queda El Partido de la Memoria. Hay quienes –supongo– verán en un gesto público esclarecedor como el de ayer, un ejercicio de examen crítico y devastador de las posibilidades de manipulación que ofrece el mero “circo” y su repetición mediática sobre las adormecidas masas. Y en algún lugar y sacando ciertos adjetivos extra, tendrán razón. No cabe duda de que la intención de la dictadura fue utilizar el éxito organizativo y deportivo del Mundial 78 como modo de crecer en su base de apoyo general dentro de la población y en el grado de asentimiento a todos los aspectos de su perversa gestión. También es cierto que de ninguna manera esa intención agota el fenómeno del comportamiento colectivo (festejo eufórico y mayoritario) respecto de ese triunfo. El Mundial lo ganó –entre otros– Mario Kempes y no el hijo de puta de Videla.
Por eso, creo, sólo los que entienden y viven en sus propias entretelas las otras dos dimensiones consabidas del fútbol –como juego maravilloso y como pasión más o menos desaforada– pueden entender lo que estaba “en juego” en el acto agridulce de ayer, en River: todo lo demás que implica e involucra socialmente al fútbol, además del juego de los jugadores y la “pasión de multitudes”.
Me parece que sobrevalorar la capacidad de manipulación del poder en cualquiera de sus formas (el gobierno ocasional o los medios onmipresentes) es contradictoria con el respeto que merecen el pueblo, la gente, el electorado, el televidente o el hincha, cualquiera sea la denominación ocasional del colectivo supuestamente manipulable. Es que en esta línea de pensamiento y análisis no faltarán quienes analicen el partido de ayer en River –su programación y televisación desde un medio público– como un simple gesto propagandístico. ¿O me equivoco?
Los que creen que el fútbol en general y el Mundial 78 en particular sólo se puede explicar (o merecen ser explicados) desde los parámetros de la alienación, la utilización alevosa y el fraude emocional, que paren acá. Yo he disfrutado ayer, a mi manera, disociado, alienado, futbolero, complejo, convencido, de tres partidos, de tres formas del fútbol tan genuinas como convincentes. Seguimos viendo correr la pelotita, y discutiendo con camiseta y sin ella. De eso se trata.
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