› Por Hugo Soriani
En 1978 Juan, que tenía 22 años y llevaba casi cuatro detenido, fue trasladado junto con otros quince presos políticos desde la cárcel de Sierra Chica hasta el campo de concentración de La Perla, en Córdoba, en calidad de rehén, para ser fusilado si la guerrilla cometía algún atentado durante el desarrollo del Mundial de fútbol.
Ese grupo de 16 personas fue mantenido durante el tiempo que duró el campeonato con las manos esposadas a la espalda y los ojos vendados, sentados en el suelo, contra la pared, pero con un raro privilegio: si jugaba Argentina sus custodios los esposaban con las manos hacia adelante para que pudieran festejar, agitándolas, cuando nuestra Selección convertía los goles que el relato de José María Muñoz llevaba hasta sus oídos.
Luego de la consagración argentina, y felices de seguir aún con vida, tuvieron otro premio: sus verdugos les permitieron bañarse y les ofrecieron, como broma macabra, cambiar sus ropas por otras que habían pertenecido a los desaparecidos asesinados en ese centro clandestino.
En junio de 1978 Ernesto, que tenía 23 años y llevaba tres como preso político en la cárcel de Magdalena, fue arrancado de su celda durante la noche, molido a palos, bañado en agua helada y sometido a varios simulacros de fusilamiento, para luego ser arrojado en una celda de castigo en la que permaneció diez días en cuclillas porque sus dimensiones le impedían pararse.
Desde esa celda, Ernesto escuchaba los gritos de sus verdugos que hacían estallar la cárcel cada vez que Mario Kempes perforaba las redes adversarias.
Ernesto, futbolero al fin, también festejaba, pero intuyendo que cada gol argentino era una ficha a favor de la dictadura que podía prolongar su cautiverio.
Sólo años después, y ya liberado, vería la vieja y conocida foto de la junta militar festejando el título en el palco del Monumental y recordó entonces esos goles que festejó, y padeció, en la oscuridad de su calabozo.
Hoy Juan y Ernesto pasan los cincuenta años, son sobrevivientes y pudieron reconstruir sus vidas y sus afectos. Ambos, junto a sus familias, estuvieron en “La otra final”, esa que el domingo organizó el Instituto Espacio para la Memoria en la cancha de River, con la intención de empezar a cerrar una herida entre los futbolistas que ganaron la copa y las víctimas de los genocidas que los usaron para tratar de limpiar la imagen del régimen militar.
De aquellos jugadores estuvieron Luque, Villa y Houseman, quienes, como gran parte de la sociedad argentina, en aquellos años no fueron conscientes de la magnitud de la masacre, pero hoy tienen el coraje y la dignidad de decir presente y recordar, prendidos de la bandera con la foto de los desaparecidos, a quienes murieron mientras multitudes festejaban el campeonato del mundo.
Otros jugadores de aquella Selección adhirieron al acto y algunos prefirieron no hacerlo, incluso hasta hicieron declaraciones públicas en contra, como si ejercer la memoria y la autocrítica fuera en desmedro de sus éxitos deportivos.
El inefable Menotti, que suele desgranar conceptos “progres” en cada uno de sus apariciones, sigue sin aparecer cuando se trata de comprometerse con la justicia y la memoria. Una vez más desperdició la oportunidad de ponerse al frente de una convocatoria que pudo tenerlo como protagonista. Como ocurrió en aquel mundial donde sí permitió que la dictadura usara su carisma, su prestigio y su figura para que los asesinos escondieran ante el mundo la magnitud de sus crímenes.
Nora Cortiñas, Taty Almeida, Adolfo Pérez Esquivel, Ana María Careaga, Mabel Gutiérrez, entre otros dirigentes de organismos defensores de derechos humanos, entregaron medallas a los participantes. Las medallas dicen: “En reconocimiento a su participación en ‘la otra final’. El partido por la vida y los derechos humanos”. Y también la recibieron los jugadores de la Selección Sub-20 que jugaron un minipartido con sobrevivientes, como simbólico homenaje a todas las víctimas de aquellos años.
A Houseman se le caían las lágrimas en su abrazo con Nora Cortiñas. A Luque se lo notaba emocionado cuando se puso los cortos para jugar unos minutos, y a Villa, pionero en reconocer aquel horror, se lo disputaban todos los micrófonos.
Caía la tarde sobre el monumental cuando el flaco Spinetta dejaba los primeros versos de “Laura va”.
Joaquín, Manuel y Sebastián, los pequeños hijos de Ernesto y Juan, ya tenían sus camisetas argentinas con las firmas de los jugadores presentes. Ojalá no tengan que esperar otros treinta años para completar las que faltan.
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