› Por Adrián Paenza
Corría el año 1900. Comenzaba el siglo XX (o terminaba el XIX, como prefiera). París, la capital de Francia, había sido elegida por los más importantes matemáticos de la época para discutir sobre el futuro de la ciencia. Allí se realizaría el 2º Congreso Internacional de Matemática de la historia. Y decidieron que David Hilbert fuera quien diera la conferencia inaugural.
Todo bien, pero... ¿por qué Hilbert? ¿Quién era Hilbert? ¿Quién fue Hilbert? Y en todo caso, ¿por qué él?
¿Cuántos de ustedes que están leyendo esto (sin contar los matemáticos y los físicos) escucharon hablar de Hilbert?
Hilbert fue un matemático alemán, que vivió entre 1862 y 1943. Se lo considera uno de los científicos más influyentes de los siglos XIX y XX. Sus aportes fueron determinantes no sólo dentro de la matemática misma (Teoría de Invariantes, Axiomatización de la Geometría y el desarrollo de lo que hoy se conocen como “Espacios de Hilbert”), sino también por sus contribuciones a la mecánica cuántica y la relatividad general.
Además, defendió “a muerte” la teoría de los “distintos tipos de infinito” y “los números transfinitos” (y tenía razón, claro) que había enunciado Georg Cantor y que sufría los ataques más crueles por parte de muchos de sus pares que pensaban que Cantor estaba loco. Hilbert salió en su defensa y reconoció el valor de su obra.
Su influencia era tal que lo eligieron a él por su capacidad de liderazgo, por su “visión” que trascendía lo observable en el momento. Como un verdadero estadista de la matemática, Hilbert sería capaz de “ver más allá”. Podría “levantarse” del nivel del piso y establecer las bases del futuro. Y Hilbert no falló.
Lo que hizo en su discurso fue resumir el “estado de la matemática”. Algo así como presentar los problemas más importantes, más profundos, cuya solución no sólo se ignoraba, sino que había consenso en que si se los resolvía se abriría un panorama distinto y surgirían múltiples ramas para investigar.
Allí entonces, en París, el 8 de agosto del año 1900, Hilbert presentaría sus famosos 23 (veintitrés) problemas, en lo que se considera –aún hoy– como la compilación más importante que haya hecho un solo matemático en la historia.
En la tumba de Hilbert, en Göttingen, se pueden leer algunas de las palabras que pronunció en su alocución: “Debemos saber. Y vamos a saber”.
Varios de ellos no son “problemas propiamente dichos”, sino algo así como “áreas de investigación”.
En la introducción, Hilbert dijo además:
“... ¿Quién, entre nosotros, no estaría feliz de levantar el velo detrás del cual está escondido el futuro, poder mirar fijamente los desarrollos de nuestra ciencia y los secretos que se develarán en los siglos que vienen? ¿Hacia qué lugar apuntará el espíritu de las futuras generaciones de matemáticos? ¿Qué métodos, qué nuevos hechos revelará el nuevo siglo en el rico y vasto campo del pensamiento matemático?...”
Y hacia allá fue (la matemática). Aunque la percepción está cambiando en los últimos años (afortunadamente), muchas generaciones de jóvenes de todo el mundo que estudian matemática en los colegios y escuelas creen –con todo derecho– que en esta ciencia ya está todo hecho, todo descubierto, todo escrito.
Peor aún: la matemática, para ellos, está reducida sólo a números, cuentas, ecuaciones, un poco de geometría, otro poco de trigonometría... ah, y el teorema de Pitágoras.
Sin embargo, no sólo no es así, sino que la matemática está viva, rebosante de problemas sin solución, de intrigas, de curiosidades y de misterios.
Si yo fuera usted, querría leer los problemas de los que hablaba Hilbert. Querría saber de qué se trataba (o de qué se trata).Querría saber por qué veintitrés. Pero el problema que se plantea (que se me plantea) es que son difíciles hasta de enunciar, ni hablemos de comprenderlos y, mucho menos, de resolverlos. Y no crea que yo los entiendo... o mejor dicho, para decirlo mejor: entiendo algo de algunos, los aspectos más elementales.
Se han desarrollado tantas ramas dentro de la matemática que hoy se estima que rondan las 100 (cien). Y mientras usted lee esto y yo lo escribo, es seguro que hay gente pensando ya en subramas y múltiples bifurcaciones. Y está bien que así sea. Esa es la mecánica de cualquier ciencia, sobre todo de una ciencia tan viva como ésta.
Con todo, lo que sí puedo decir es que la gran mayoría de los problemas que planteó Hilbert fueron contestados a lo largo del siglo XX. El que más se ha resistido (hoy, julio de 2008, aún no tiene respuesta) es el que se conoce con el nombre de la Hipótesis de Riemann (*) y lleva más de 150 años sin decisión. Es, además, el más famoso de todos los problemas presentados.
Tal como era esperable, cien años después, el 24 de mayo del año 2000, también en París, en el Collège de France, se planteó un nuevo grupo de problemas. No fueron 23 como en 1900, sino solamente siete, pero son los que se consideraron centrales para el avance de la matemática en el siglo XXI.
El mundo también ha cambiado. En el año 1900 los problemas que planteó Hilbert tenían que ver con un desafío. En todo caso, cualquier autor de una solución pasaría a la historia y ganaría algo que no se puede comprar: prestigio. Y punto. No había dinero involucrado. Eso ya no es más así. El Instituto Clay de Matemática, con sede en Massachusetts, asignó un total de siete millones de dólares para repartir en partes iguales (un millón para cada uno) entre todos aquellos que fueran resolviendo los problemas.
De todas formas, por más que haya un incentivo pecuniario, las dificultades que presentan los problemas son tales que el dinero por ganar no modifica la posibilidad de solucionarlos.
En todo caso, lo curioso es que, en el año 2006, el ruso Gregori Perelman resolvió uno de los siete, la conjetura de Poincaré. Perelman no escribió todos los detalles de la demostración, pero ciertamente las ideas que aportó fueron novedosas y decisivas para considerar que la conjetura estaba resuelta en forma afirmativa. Pero hubo una parte de la comunidad matemática que puso en duda que la prueba estaba completa y pretendió reconocer como coautores a dos matemáticos chinos, Cao y Zhu.
Perelman huyó espantado y decidió negarse a aceptar la medalla Fields (algo así como el equivalente al Premio Nobel en matemática), no aceptó el millón de dólares que le correspondía por haber resuelto uno de los siete problemas y más aún: sostuvo que quienes le adjudicaban los premios y revisaban sus trabajos no estaban lo suficientemente calificados para hacerlo. Y se fue a vivir a San Petersburgo, con su madre.
Más allá de los ribetes de teleteatro que aparecen involucrados, de hecho los siete problemas del siglo XXI ya son seis. Y la matemática sigue viva, escurridiza y seductora. Será cuestión de seguir pensando por dónde abordarla. Y esperar hasta el 2100 para saber hacia dónde apuntamos entonces.
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