› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Veo en las noticias las últimas novedades de la crisis, de la caída de la Bolsa, del tipo ese que asesinó a golpes a un bebé porque interrumpió su partida de Mortal Kombat (“Yo amaba al niño; pero hizo que me mataran”, se disculpó), de los inmigrantes muertos a bordo de pateras y ahí aparece, en los titulares, como uno de los grandes hitos del día: una cola de varios metros y varias horas, unas 300 personas llegadas desde varios puntos del país, una puerta que se abre, todos entrando al negocio de la Gran Vía de Madrid sonriendo como zombies (algunos cámara de video en mano para filmar el magno evento) y el primero de los compradores que sale a la calle y saluda a los periodistas allí apostados sosteniendo un aparatito en la mano. “Me lo regalaron por haber sido el primero”, sonríe y alza los brazos disfrutando de sus quince pulsos de fama. Y agrega: “Por fin”. El tipo se llama Carlos, es colombiano, es el primero en España en conseguir su iPhone y más de uno, al verlo, habrá pensado que ya hay demasiados extranjeros viviendo en España; porque semejante honor le correspondía a un llamado local y no a uno de larga distancia, ¿no?
DOS Y Carlos lo quería de color blanco. Pero no había. Nada más que iPhones negros por el momento. No importa. Lo importante era tenerlo, hacerlo suyo, ser parte de asunto. “Lo tenía pensado desde que vi el anuncio”, suspiró. Después entrevistan a un nerd granulado que explica con voz metálica las múltiples desventajas del producto. No entiendo nada, parece que son muchas. Tomo nota: batería de escasa autonomía, poca calidad del GPS, falta de cámara de video y de mensajes multimedia. Pero el nerd cuestionador se lo compra lo mismo.
TRES Enseguida, el cronista explica que el contrato que obliga a firmar Telefónica para recibir “gratis” el engendro es un tanto leonino, que compromete a una fidelidad de dos años (con multas si uno quiere desengancharse antes) y que asociaciones de protección al consumidor ya han advertido a los adictos en cuanto a lo poco ventajoso de la maniobra comercial. Aunque allí todos sonríen. “Lo hago por amor”, dice uno. “Tengo todo lo de Apple”, explica otro. Y tal vez era a ellos a quienes se refería Zapatero cuando dijo, días atrás, eso de “en esta crisis hay gente que no va a pasar ninguna dificultad”.
Al caer la tarde –en un año en el que, por primera vez, por los aumentos, casi nadie hace caso de las rebajas–, el iPhone se había agotado en todas las tiendas de la península ibérica, uno de los 22 países donde la semana pasada comenzó a comercializarse el invento. En Tokio, las colas tenían un kilómetro de largo. Para la noche, los sociólogos teorizaban ya sobre el artefacto en cuestión como “icono anticrisis”. Así, el consuelo de un pequeño tótem exclusivo. La historia será otra, advirtieron, cuando haya que afrontar los gastos extras de un aparatito en mano que, como viene la mano, sólo servirá para comunicar y difundir noticias no muy buenas.
CUATRO Y lo cierto es que me cuesta entender que el teléfono haya ascendido a la categoría de objeto de lujo y símbolo de status. Yo fui educado y crecí en la idea de que una de las verdaderas e incontestables señales de haber triunfado en la vida era la posibilidad de no tener que atender el teléfono, de que no supieran cómo encontrarte, de convertirte en alguien inaccesible e inalcanzable.
El teléfono móvil –que seguramente le habría inspirado a Julio Cortázar alguna de sus “instrucciones” como aquella del reloj que no te regalan sino al que te regalan– no ofrece otra cosa que una forma futurísticamente actual de esclavitud a un amo sin piedad alguna para el que, incluso, ya se ofrecen servicios como los telones de fondo sónicos (“Querida, estoy en el aeropuerto. Escuchá los aviones...”) para así esconder el verdadero y tramposo paradero.
Antes, cuando el teléfono sonaba en el centro de la oscuridad, uno sabía que algo había sucedido. Ahora, en cualquier momento, el móvil suena y del otro lado se oye la voz de un promotor invitándote a cambiar de marca y de modelo, a que te vayas con otro a cambio de un teléfono mejor y más moderno y con más botones.
CINCO Y el teléfono probablemente sea el ingenio que más ha evolucionado en los últimos tiempos. Los primeros móviles hoy parecen herramientas prehistóricas que sólo servían para hablar por teléfono. Ahora, todo entra ahí, se lo usa para todo, de seguir la cosa así, pronto el teléfono será nuestra casa y he visto a gente desesperada como si se le hubiera muerto un ser queridísimo cuando se les rompió o perdieron o les robaron el móvil. Y el teléfono móvil es aquello que más ha cambiado a la ficción y la no-ficción en los últimos tiempos. Las novelas policiales, las historias de amor, los films catástrofe, las comedias de enredo, las telenovelas, las intrigas políticas... Ya nada es lo que era y, cuando uno se encuentra con una película donde marcar un número es una ceremonia larga y reflexiva, resulta imposible no preguntarse si las cosas no eran mejor entonces. Si ayer uno no pensaba un poco más antes de hacer cada llamada telefónica. Si no se decían menos estupideces en ese aire cargado de mucha menos electricidad y ondas invisibles. Si Naomi Campbell no tendría entonces muchos menos problemas con la Justicia, porque cuesta mucho más arrojar por la cabeza uno de esos contundentes y antiguos engendros de baquelita. Negra. Porque los teléfonos blancos no se arrojaban nunca y, a lo sumo, se cortaban con fuerza y un mohín de diva caprichosa y el mayordomo se los llevaba lejos, más lejos.
Bendito sea Maxwell Smart, todavía fiel a su zapatófono.
SEIS Y el número a marcar es 2015. Ese es el nombre del año –leo– en que, se calcula desde este 2008, la mitad de los seres humanos –4000.000.000 de personas– tendrán teléfono móvil. Y la otra mitad no. Será una útil y muy huxleyana forma para separar a los que “pertenecen” de los que no, a los que podrán llamar y recibir llamadas de los que no tendrán línea. Un mundo feliz y, ya que estamos, por qué no fantasear para entonces con los móviles directamente implantados en nuestros oídos y bocas para que así sean, sí, verdadera y totalmente móviles.
2015 será, también, el año en que recién se publicarán los primeros estudios médicos que determinarán los efectos que produce hablar por teléfono móvil. Y parece que no son –serán– efectos agradables. Las leyendas urbanas hablan ya de racimos de tumores cerebrales o cabezas explotando en plan Scanners. Rumores menos extremos diagnostican arritmias cardíacas si se lo lleva en el bolsillo izquierdo del saco y esterilidad e impotencia si se lo lleva en el bolsillo del pantalón. Exageraciones y llamadas equivocadas, esperemos. Pero ya han trascendido filtraciones de los experimentos con ratas que –tal vez desesperadas por comunicarse con Mickey Mouse o con Jerry o con Firmin o con Willard– han sufrido pérdida de memoria y de reflejos y de coordinación. Mientras tanto y hasta entonces –antes de que nos encuentren hablando solos por la calles y con los zapatos contra las orejas– aquí estamos, pensando que son ellos los que suenan cuando los que sonamos somos nosotros.
Y –nos vemos, nos oímos– haciendo fila cuando salga el próximo modelo. Llamando por móvil desde la cola para contarle a alguien que estamos por comprarnos el nuevo móvil.
Por amor, por supuesto.
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