Dom 29.09.2002

CONTRATAPA

Jugar al solitario

› Por Sandra Russo

Miles de personas acompañaron el viernes en La Plata a Estela Carlotto para repudiar los balazos contra el frente de su casa. Por la mañana, ese mismo día, centenares de chicos de escuelas públicas jugaron al ajedrez en la Plaza de Mayo, en una insólita protesta por el bestial asesinato de Ezequiel Demonty, el chico forzado por la policía a ahogarse en el Riachuelo en una réplica asquerosa de otras muertes de otra década, cuando a los desaparecidos del Río de la Plata no se los tragaba la tierra sino el agua. La semana pasada, miles de personas apagaron las luces de sus casas, aplaudieron o tocaron las bocinas de sus autos para repudiar el inminente aumento de tarifas de los servicios públicos. Hace diez días, otras multitudes de varias ciudades del país respondieron con vehemencia a la convocatoria de la Red Solidaria para pedir paz.
Ya no es extraño, sino más bien habitual, que de pronto puntos neurálgicos de este país se enciendan en movilizaciones novedosas, creativas, arrolladoras. A quienes pertenecen a nuevas o viejas organizaciones –entre las nuevas, están, entre otras, las piqueteras y las asambleístas; entre las viejas, las de derechos humanos o los partidos políticos– la gimnasia de la movilización les es dada y es recogida como una práctica constitutiva de esa pertenencia. Pero lo que a los ojos de esta sociedad legitima y refuerza cualquiera de esas movilizaciones, lo que liga a esas movilizaciones a la idea de consenso, es la participación de “la gente”, de la gente suelta, de los independientes.
La palabra independiente tiene un lustre respetable. Supone libertad de conciencia, libertad de pensamiento y cierto dominio de sí: a los independientes hay que ganárselos, los independientes no compran fórmulas prêt-à-porter, los independientes estudian el sapo antes de tragárselo. Hasta ahí vamos bien: nadie puede objetar que haya tanta gente independiente en un país cuyas instituciones políticas han dado tantas muestras de ser tan impotentes, tan erráticas y tan burdas. Pero el acelerado proceso de independencia política que se ha desarrollado en los últimos años merece un análisis un poco menos piadoso y acaso un poco más crítico.
¿No habrá en alguna parte, más allá del principio de ambas palabras, una ligazón entre el independiente y lo individual? ¿No estará contaminada una parte de nuestra independencia con la sobredosis de individualismo que sorbimos durante las últimas dos décadas? ¿No seremos rehenes, escudados en la noble causa de la independencia, del cuento que nos contó durante tanto tiempo el pensamiento dominante, según el cual lo individual, que es aquello que no se puede dividir, era el único ejercicio posible en una sociedad sin lazos, sin redes, sin organizaciones y sobre todo sin política?
Según aquel relato del pensamiento dominante, sólo en el reino de lo individual los individuos podían encontrar alguna satisfacción. La satisfacción por excelencia del universo capitalista era el éxito. Y allí fuimos, cada uno con su modalidad y su cuota aceptable, persiguiendo la utopía del pensamiento dominante: miles perdían, pero algunos ganaban. Y si ganaban, lo hacían solos, autosuficientes, sin mirar para el costado, sin distraerse, como arquitectos eficientes de su monoéxito. Bien: era mentira. Pasó otra cosa. Vino la tempestad y arrasó con su vendaval muchos castillos de naipes de gente dedicada a jugar al solitario.
Porque eso es lo que esconden los balcones que de pronto reviven con gente golpeando cacerolas o luces que se van apagando de pronto para adherir a una protesta. Eso es lo que hay a bordo de los autos que chillan con sus bocinas para advertir que sus ocupantes están, como los ocupantes del auto de al lado, hartos del terrorismo de Estado, de las mafias policiales, de la violencia que no para, de las muertes de todos los días, de los impúdicos negocios que se han hecho y que pretenden seguir haciendo cuatro a costa de millones. Lo que hay atrás de los balcones, de los autos, de las pancartas, de las marchas, en una escala sorprendente, son hombres y mujeres solitarios. El individualismo encerraba la pretensión del éxito, pero cuando esa máscara cayó, quedó la soledad.
Hoy, las incontables movilizaciones de las que participan miles de personas son en su mayor parte protagonizadas por gente sola que se junta. Solitarios que confluyen en algunos reclamos con otros solitarios. Lo que hasta ahora no se ha podido articular es el pasaje a otra etapa en la que cada uno rompa su costra y entre en contacto con los otros, pero no solamente para tener piedad o para mitigar el escozor que provoca ver tanto dolor ahí en la puerta, sino para operar en la realidad de una manera efectiva, es decir: para cambiar algo más allá del propio estado de ánimo. Todavía el mito de hacer la de uno, de cortarse solo, sigue en vigencia. Está destartalado, desnutrido y desprestigiado, pero ese mito caló hondo en las mentalidades argentinas, históricamente predispuestas a comprar cualquier fábula sobre el ascenso social basado en el esfuerzo personal. De ese tipo de esfuerzo venimos todos. Somos el fruto de esfuerzos de esa índole.
Posiblemente el surgimiento de organizaciones políticas que en el futuro contengan a los independientes no devendrá de un afán voluntarista: es el tipo de cosas que suceden cuando una sociedad está madura para eso, ni un minuto antes ni un minuto después. Pero tal vez valga la pena observar estas cuestiones que nos obligan a revisar incluso nuestras propias certezas. Después de todo, los independientes argentinos ya no estamos en un viaje de vuelta de asociaciones colectivas que nos desencantaron. Hace tanto que somos independientes, que la independencia política en sí misma ahora podría pensarse, en el mejor de los casos, como un viaje de ida hacia otra cosa.
Algo es seguro: no será esta manera de estar juntos mientras seguimos estando separados la que nos conduzca a otro estado de cosas. Porque miles y miles de solitarios podrán gritar, encender o apagar las luces de sus casas, ir a una marcha, a muchas marchas, tocar bocina, putear a algún ex funcionario o lo que sea, miles y miles de solitarios podrán seguir convirtiendo una vez por semana a esta ciudad en un happening que llame la atención del mundo, pero nuestra propia realidad empezará a cambiar recién cuando seamos capaces de crear clubes de los que estemos orgullosos de ser socios.

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