› Por Juan Gelman
Las elecciones en EE.UU., los sucesos de Irak, las amenazas de guerra contra Irán empujaron a una orilla de la atención pública mundial un detalle no pequeño: Afganistán. Un hecho lo ha devuelto a su antigua calidad de primicia: los talibán –casi barridos en dos meses a finales de 2001, un año y medio antes de la invasión de Irak– están causando allí más bajas norteamericanas que en Irak. En el mes de julio pasado, el número de militares estadounidenses caídos en Afganistán fue de 20 y de 11 en Irak (//icasualties.org/oif, 30-7-08). Hay actualmente 30.000 efectivos de EE.UU. a los que se suman otros 22.000 de la OTAN y, en conjunto, no pueden controlar la situación. Bastaron algunos centenares de comandos para derrocar al régimen talibán. La insurgencia es otro asunto.
El presidente Bush, los candidatos presidenciales Obama y McCain y los “halcones-gallina” de todo pelaje reclaman a gritos el incremento de tropas en Afganistán. Obama pidió 15.000 hombres más, el Pentágono habla de enviar 10.000, pero las condiciones del país, con zonas habitadas por tribus dispersas ingobernables y una extensa frontera con Pakistán de 2600 km mal vigilados, crean una paradoja: a más efectivos, más blancos para los talibán. Bien lo saben los soviéticos, que fueron derrotados y debieron retirar sus 100.000 soldados, casi el doble de los efectivos de la coalición aliada y el triple de los que el actual gobierno afgano podría desplegar. No pocos veteranos rusos de esa guerra sonreirán para sus adentros.
Es verdad que los talibán de entonces recibieron una robusta ayuda de EE.UU. en armas, dinero, inteligencia. Pero los soviéticos no conocieron los avances tecnológicos de la insurgencia: bombas sofisticadas al borde del camino, así como actos suicidas incesantes, otras fuentes de financiación y el empleo de nuevas tácticas a las que hoy debe hacer frente el ocupante. Grupos de hasta cien o más talibán no se limitan a emboscar y desaparecer: ahora reocupan aldeas y pueblos, sobre todo en el sur del país, y dan batalla frontal. Los bombardeos aéreos contra la insurgencia se han casi duplicado, como espejo de los ataques insurgentes: aumentaron un 52 por ciento en el primer semestre de 2008 en comparación con el mismo período del año anterior (www.cfr.org, 24-7-08).
También crece, desde luego, el número de civiles muertos bajo los cazas F-18 que no distinguen entre grupos guerrilleros y procesiones familiares que acompañan a una novia a encontrarse con su futuro esposo. El 6 de julio pasado, 47 hombres, mujeres y niños fueron así muertos y los sobrevivientes esperan todavía los resultados de la eventual investigación prometida por los mandos estadounidenses. Es la cuarta vez que sucede y esto no contribuye precisamente a ganar “mentes y corazones” en Afganistán. Para la población, los bombardeos norteamericanos no son de laya diferente a los que padecieron bajo la ocupación soviética.
El gasto en esta guerra asciende, para EE.UU., a más de 2800 millones de dólares por mes. Aun así, para algunos analistas militares un aumento de tropas en Afganistán nada solucionaría: tal vez los talibán nunca triunfen, pero la coalición encabezada por EE.UU. terminaría retirándose por mero desgaste, como tuvo que hacer el Reino Unido en 1921 tras enfrentar tres guerras independentistas. Aparte, pero no separada, se cuece la cuestión de los insurgentes en Pakistán: de sus filas salen muchos que cruzan tranquilamente la frontera y combaten con la resistencia afgana. No sólo pasan hombres, claro está.
La influencia de los talibán se ha extendido en el territorio tribal paquistaní lindante. El nuevo gobierno de coalición de Islamabad ha iniciado negociaciones con los pro talibán locales, pero su ejército sigue combatiéndolos: la presión de EE.UU. y de algunos países de la OTAN se exacerba por las bajas que les infligen. El primer ministro paquistaní, Yousaf Raza, se comprometió con W. Bush a asegurar las porosas fronteras de su país con Afganistán, pero asoma otro problema: el ISI, servicio de espionaje de Pakistán estableció fuertes vínculos con los talibán cuando éstos combatían a la ocupación soviética, vínculos que, al parecer, no se han debilitado mucho. Tal vez facilitaron el ataque suicida contra la Embajada de la India en Kabul que causó la muerte de 58 personas.
La financiación de los talibán afganos no es un secreto y aquí se tropieza con una doble paradoja: cuando estaban en el poder, prohibieron el cultivo de la amapola opiácea que la CIA, una vez derrocados, alentó para subvencionar sus propios operativos. Hoy Afganistán produce más del 80 por ciento de la heroína que va al mercado mundial. Financia también a los talibán que impusieron su veda.
Hace 24 siglos, Alejandro Magno peleó tres años contra las tribus afganas para conquistar el país. Infructuosamente. Se casó, entonces, con la hija del jefe enemigo y así pudo. Esta solución tampoco está al alcance de W. Bush.
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