› Por Mempo Giardinelli
Al día siguiente del voto del vicepresidente Julio Cleto Cobos en el Senado, por el cual se terminó el llamado “conflicto con el campo” –o al menos esa fase del conflicto–, escribí en este diario: “Finalmente, el señor Cobos definió el rechazo a la Ley de Retenciones tal como la había propuesto el Ejecutivo. Puede pensarse que es contradictorio que un vicepresidente anule la voluntad presidencial, pero él votó de acuerdo con su convicción y eso es irreprochable. Pero entonces ahora es esperable que renuncie. Porque el argumento de que tuvo los mismos votos que Cristina es un sofisma. La ciudadanía votó por ella, no por él. La dignidad de su voto en la madrugada debiera ratificarse con su renuncia. Eso haría una persona honorable”.
Estaba seguro de que este hombre iba a renunciar en cuanto se aquietaran las aguas, porque me parecía indigno de una persona de bien quedar sometido a las presiones pro-renuncia que, sin dudas, iban a desatar los fundamentalistas K, de un lado, mientras del otro las presiones iban a provenir del oportunismo más vulgar de algunos dirigentes opositores y de cierto neo-neoliberalismo, todos montados sobre su voto como en carnaval.
Sin embargo, a medida que ambas presiones se expresaban –se vio en estas semanas–, el señor Cobos se fue convirtiendo en la actual figura expectante que se pasa todo el tiempo que ni sí ni no. Y la verdad es que no parece haber manera de explicar cómo una persona digna, que votó como él votó, puede ser funcionaria de un gobierno al que aborrece. Porque es obvio que él hoy abomina del estilo K, de igual modo que seguramente es aborrecido en silencio por el kirchnerismo.
En un momento pareció que daba el portazo y me dije: “Bueno, ahora les encaja su renuncia y se va a su casa como un viejo y digno radical”. Pensé en Alem, desde luego, y en Sabattini, incluso en el viejo Crisólogo Larralde, en Balbín y en quien fuera un padre político para mí: Luis Agustín “El Bicho” León, un hombre que supo perder y ganar, pero que siempre mantenía la misma actitud de dignidad. “Te pueden ver el culo y si quieren que lo digan –me enseñó él–, pero nunca lo ofrezcas y, sobre todo, que no se piense jamás que lo andás ofreciendo.”
Quizá a nadie le interesa, pero yo me crié en una familia llena de radicales y algunos de los míos fueron miembros del Tribunal de Conducta del partido (no es broma, se llamaba así y era un honor integrarlo). Para ellos, los principios estaban por encima de cualquier interés. Por esa doctrina mamada de niño, aunque no acordé con el voto de Cobos –sigo pensando que el proyecto derrotado en el Senado era mejor que lo que salió–, me dije “qué cojones votar como votó, a las cuatro y pico de la madrugada y enfrentando a todo el poder K. Qué valor hay que tener para hacer eso”.
En ese sentido su voto me pareció admirable, y además de reconocerle que logró una cierta pacificación en un país crispado, lo mejor, para mí fue que él dijo que votaba “por convicción”. Entonces me dije: “Claro, ahora renuncia y chau, este hombre es ejemplar”.
Pero no. Hace como tres semanas que se la pasa negando y es obvio que no va a renunciar. Qué decepción.
Y decepción, escribo, porque este texto no es político. Intenta ser moral. No es un texto para pedirle la renuncia, como algún idiota podría pensar. Es un texto para reflexionar sobre la vocación jánica de los políticos argentinos.
Porque estamos ante un hombre que pudo ser un prócer y un ejemplo para las nuevas generaciones –por la sencilla razón de que votó valientemente y de acuerdo con sus convicciones–, pero ahora termina siendo un dirigente patético más. Que afirma que “no se siente fuera del proyecto político del gobierno de CFK”, y eso es mentira. Y además lo coloca en el lugar del oportunista que quiere jugar a dos puntas, y eso no es lo que hace un hombre de convicciones.
No importa que lo aplaudan quienes lo aplauden y le ponen su segundo nombre a un torazo (de rodeo ajeno, desde ya). No importa que lo aborrezcan quienes lo aborrecen. Tampoco importa si Concertación sí o no; ni la posibilidad de retorno a su viejo partido, ese penoso esfuerzo inútil de algunos dinosaurios radicales.
Mejor ni pensar que acaso su única, íntima esperanza sería llegar a la primera magistratura de la Nación por un golpe de azar, o de violencia, o por un indeseable accidente. En tal caso, aquella convicción devendría inmoralidad. Y pobre nuestro país si eso sucediera, además, pero no por Cobos sino porque todo estallaría.
Son cosas, me parece, que debieran tener en cuenta algunos tontos que hoy lo aclaman como un futuro candidato a nada, cuando el verdadero destino de este hombre no parece otro que la soledad más absoluta. Autosacrificada su convicción, el señor Cobos es un muerto político, sólo que él todavía no lo sabe. Una verdadera pena porque su voto, al menos a mí, y más allá de mi deseo, me llenó de una esperanza ética. Nuevamente frustrada.
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