Mié 20.08.2008

CONTRATAPA

Mi Paulina, mi país

› Por Ariel Dorfman *

Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer.

Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al gobierno democrático de Salvador Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.

Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: Sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.

Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi treinta y cinco años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines del 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake Hands With the Devil –“Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire”–) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.

La había recordado muchas veces durante mis diecisiete años de exilio y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina la protagonista de mi obra teatral, La Muerte y la Doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que infligirle a mi personaje.

Por suerte, estaba sana y salva y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida.

Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.

Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi “Paulina” no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar.

No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión. En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto.

Por cierto que la cámara que inhibió su presencia en nuestro film, facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.

La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez. Y ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.

Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.

Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.

Nos fuimos de inmediato al hospital.

El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda, sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos los acorralaban y los perseguían y los mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel general tan frondosamente elogiado.

Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende, yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder al que yo me había opuesto con toda mi fuerza –y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado–.

Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente.

¿Me equivoqué al hablar con ella?

En mis obras teatrales y novelas he meditado en forma prolija acerca de las murallas que nos separan de aquellos que nos han causado un daño irreparable. Había forzado a mis personajes a confrontar a sus enemigos y preguntarse cómo evitar la dulce trampa de la venganza, la dulce sensación de autodefinirse eternamente como una víctima. Y había sugerido que el arrepentimiento era esencial para que cualquier diálogo pudiera de veras desarrollarse. Pero cuando se trató de la vida real, descubrí que no podía esperar una eternidad para que aquella penitencia se manifestara. En la vida real, en ese encuentro de carne y hueso me sentí urgido, aunque no fuera por más de un momento, a derribar aquellas murallas, saltar por encima del abismo, imaginar un mundo alternativo.

Ese interludio de compasión forma, se me ocurre, el centro apacible del film sobre mi turbulenta vida. Es el tipo de momento que la ficción sólo puede envidiar, un incidente inverosímil que únicamente un documental puede, al final de cuentas, capturar.

Dedico ese momento a mi Paulina.

Ahora, esta semana, auspiciada por el Festival de Cine Independiente de Santiago, esa película va a tener su estreno en Chile y se llevará a cabo nada menos que en La Cineteca de La Moneda, el palacio donde murió Allende.

Y tengo la esperanza de que cuando empiecen a aparecer las imágenes en la pantalla, estará mi Paulina sentada en una butaca en aquella sala y que podré pedirle, al terminar la proyección, que se levante y le muestre al mundo su cara y pronuncie en forma pública su nombre, es mi esperanza de que algún día pronto emerja desde las sombras de su país y el mío.

* Escritor chileno. Su último libro es Otros Septiembres.

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