Lun 25.08.2008

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

¡Todos a gordo!

› Por Juan Sasturain

Emilia, la nena de unos amigos que ha empezado este año a ir al jardín de infantes, vuelve cada día con novedades. Una de las últimas fue que en su sala habían jugado al trencito y que la maestra –en la versión literal de Emilia– los invitaba a subir al grito de: “Ahora ¡todos a gordo!” Buenísimo.

Es sabido que los chicos –es decir: todos nosotros alguna vez– usamos/reconocemos/adoptamos/adaptamos las palabras nuevas a partir, como no podría ser de otra manera, de lo que ya tenemos incorporado. Al escuchar expresiones desconocidas, tendemos a cotejarlas o asimilarlas con las ya sabidas y aprobadas por algún principio de economía léxica que alguno habrá estudiado ya y seguro tendrá su nombre. Por eso Emilia oyó y repitió “gordo” en lugar de “bordo”. Porque a la primera palabra la conocía y a la segunda no. El efecto es muy gracioso.

Pero parece que utilizar la palabra “gordo” no siempre resulta tan divertido. Casi podríamos decir que lo mejor sería –curándose en salud– no usar nunca más la expresión si no se quiere quedar involucrado en el temible equipo de los discriminadores. Una reciente y muy promocionada campaña callejera a favor del cuidadoso uso de los apelativos personales ejemplifica con algunas frases usuales que incluyen ciertas palabras –“gordo”, “bolita”, “maricón” y “mogólico”, de las que me acuerdo– para concluir con que “las palabras discriminan”. Es cierto, pero guarda con eso.

Sin disentir con la idea de la campaña y menos con sus saludables objetivos, me animaría a matizar un poco (como dicen los gallegos, perdón: los españoles) esta cuestión. En principio, me parece que hay que explicar dos usos. Una cosa es el apelativo que sirve para incluir al nombrado en una clase y embolsarlo en ella, y otra el apelativo que opera en sentido inverso, singularizando al sujeto, recortándolo en su diferencia.

El primer caso, la referencia descriptiva/calificativa opera en forma discriminatoria, quitándole al individuo su singularidad, disolviendo a la persona única y diferenciada que somos todos y cada uno, en un colectivo previamente denigrado o considerado social, moral, intelectualmente inferior o subestimable. Ese uso fascista es el que muchas veces apela (necesita apelar) al eufemismo para enmascarar su verdadera ideología. Es que se les teme a las palabras por la carga que previamente se ha puesto en ellas.

En el segundo caso, el apodo discrimina positivamente, si cabe, ya que hace a la persona no parte de una clase sino que precisamente por esa cualidad, lo separa del conjunto. Me acuerdo de que cuando yo era pibe tenía en Mar del Plata de amigos a los hermanos Tempone, una escalera que discriminábamos así: “Tempone chico, Tempone grande y Tempone tamaño baño”, siguiendo una clasificación propia de los jabones de tocador de la época. Quiero decir que más allá del buen o mal gusto, el Sordo Iglesias es único, la Rusita es única, el Tano Dal Masetto es único, el Pelado Romano es único, el Tuerto Celave era único. Y ése y no otro es el sentido que ésos y otros apodos han tenido siempre en las relaciones entre iguales. Y si no es así, que la amistad memoriosa del Gordo Chimirri, del Gordo Soriano, del Negro Fontanarrosa y del Negro Dolina me lo demanden.

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