CONTRATAPA › EL TEST DE ALAN TURING Y EL PREMIO LOEBNER
› Por Adrián Paenza
Inglaterra tuvo (y tiene) matemáticos brillantes, pero sin duda Alan Turing (1912-1954) tiene reservado un lugar en el “paraíso”. Ya verá por qué. Turing fue un especialista en lógica y también en criptografía.
Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el centro que los británicos habían montado con la finalidad de descifrar el código secreto de los nazis.
El aporte de Turing fue tan determinante que gracias a él los aliados pudieron quebrar los mensajes que recibían las naves alemanas, predecir los movimientos que habrían de hacer y las posiciones que ocuparían, hasta que finalmente lograban capturarlas.
Pero más allá de su participación decisiva durante la guerra, todavía el mundo vivía con un cruel atraso. Turing era homosexual y la homosexualidad era ilegal en buena parte del mundo, pero muy especialmente en Inglaterra. Cuando la policía le descubrió relaciones con otro(s) hombre(s), le dieron la alternativa entre mandarlo preso o someterlo a un tratamiento hormonal con el afán de disminuirle la libido. Turing optó por esto último, pero finalmente terminó suicidándose al comer una manzana envenenada con cianuro.
En realidad, aún hoy está en discusión si esto fue cierto, pero lo notable es que la homosexualidad (que los ingleses en aquel momento –y buena parte del mundo todavía– consideraban una enfermedad) impidió que Turing pudiera desarrollar su increíble capacidad creativa y lo “obligó” a truncar su vida.
Por supuesto –como casi siempre– el reconocimiento a su tarea fue post mortem, cuando ya no vivía para disfrutarlo, pero lo cierto es que hoy es considerado uno de los “padres” de la computación científica.
No pretendo hacer una biografía de Turing: no me alcanzaría el lugar ni tengo los conocimientos para hacerlo. De hecho, la vida de Turing está contada en varios libros de reciente publicación. Pero lo que sí pretendo es contar algunos episodios de relevancia de su historia como científico.
Turing fue el primero en hablar de lo que hoy se llama “Inteligencia Artificial” o más popularmente AI (por sus iniciales en inglés Artificial Intelligence). Se trata, en definitiva, de la rama de la computación que se dedica al diseño y construcción de “máquinas inteligentes” o de escribir programas que al correrlos en una computadora la transformen en un “ser inteligente”.
En el año 1950, en un artículo que apareció en la revista Mind (Mente), y que Turing tituló “Computing Machinery and Intelligence” (que me voy a permitir traducir libremente como “Computadoras Inteligentes”), el matemático inglés se hizo la siguiente pregunta:
“Si una computadora pudiera pensar, ¿cómo podríamos darnos cuenta?”.
La sugerencia de Turing fue que si uno le hiciera preguntas a esa computadora y sus respuestas no se pudieran distinguir de las de un ser humano, uno podría concluir que “la computadora estaba pensando”. Y hasta hoy, 58 años después, se considera ese test (Test de Turing) como el más apropiado para poder decidirlo.
En el año 1990, Hugh Loebner un filántropo excéntrico (¿será posible alguna vez escribir en una frase la palabra “filántropo” sin tener que agregar “excéntrico” para calificarlo?), quien siempre se jactó de su relación con las prostitutas de Nueva York, decidió ofrecer un premio de 100.000 (cien mil) dólares a quien pudiera construir una computadora (y un programa, claro está) cuyas respuestas fueran indistinguibles de las que pudiera dar un ser humano. El premio es ciertamente muy bajo para quien pueda alcanzar semejante proeza. Sin embargo, hay gente que se presenta todos los años.
Loebner no lo hizo solo sino que, para darle una pátina de mayor credibilidad, se asoció con el Centro de Estudios de Comportamiento de Cambridge, en Inglaterra. Todos los años, gracias al impulso que él le ha dado, se realiza la competencia en donde computadores de todo el mundo, o especialistas en ciencias de la computación, viajan hasta la Universidad de Reading a unos 40 kilómetros al oeste de Londres, para aspirar al premio.
La idea de cada diseñador o arquitecto es ver si son capaces de superar el “test” de Turing. Quien lo logre se llevará la medalla de oro y además los 100.000 dólares.
Pero como hasta acá ninguna ha podido responder como un humano, el premio principal ha quedado vacante. Sin embargo, cada año, aquella que se asemeje más a lo que contestaríamos usted o yo, se lleva un premio consuelo de 3000 dólares y una medalla de bronce. La próxima evaluación se va a hacer el 12 de octubre de 2008, ya están elegidos los seis finalistas, y quien supervisa la competencia es Kevin Warwick, uno de los especialistas más importantes del mundo.
Yo sé que mientras usted lee estos datos debe estar sonriente o escéptico. Y la/lo entiendo. De todas formas, lo/la invitaría a repensar su posición. Quizás hoy parezca una locura o un imposible, y más pertinente al terreno de la ciencia-ficción que de la realidad. Pero sólo acepto esta frase si la palabra “hoy” figura subrayada. No crea que falta tanto.
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