Jue 28.08.2008

CONTRATAPA

Caja negra

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO La muerte hace envejecer súbitamente a los seres queridos del muerto e infantiliza a todos aquellos que pasaban por ahí y se detienen a ver y a comentar lo sucedido. Este efecto se hace todavía más evidente cuando tiene lugar y hora un accidente que nadie espera y, de pronto, todo se estremece produciendo la paradójica sensación de que el tiempo se ha detenido.

DOS Y ya ha pasado más de una semana desde que el avión McDonnell Douglas MID-82, matrícula EC-HFP, bautizado como Sunbreeze o Brisa del Sol y perteneciente a la flota de la compañía aérea Spanair, vuelo JK502, yendo desde el aeropuerto de Barajas de Madrid con destino al aeropuerto de Gando en Gran Canaria, carreteó –luego de un primer intento infructuoso que lo devolvió a la terminal– por una de las pistas más largas de Europa, se elevó unos metros y se vino abajo y, con él, 162 pasajeros y 10 tripulantes. Y mi perfecto conocimiento de tanta sigla y data es consecuencia directa de páginas y páginas y de noticieros y noticieros desmenuzando hasta el último detalle lo que pasó, lo que pudo haber pasado, lo que no debió pasar, lo que ojalá no nos pase nunca.

La muerte, también, nos pone obsesivos.

TRES Y, claro, otra vez, el mismo debate de siempre, la gran duda de dónde están los límites a la hora de informar. ¿Cuál es punto exacto y de no retorno en el que la obligación se convierte en perversión? Nadie lo sabe o –mejor aún– nadie quiere saberlo. Y en estos días he visto y leído cosas tremendas. Para empezar, como de costumbre, la llegada de familiares destrozados al aeropuerto para informarse de lo sucedido (para colmo, los partes informaron primero de siete muertos, luego de 20, después de 45, más tarde de más de 50 hasta llegar a los 100 y a superar la centena) y, en lugar de hacerlos entrar por una puerta especial y privada, exponerlos a la morbosa pasarela en la que curiosos, cámaras y micrófonos se les tiran encima en busca de alguna declaración trascendente sin detenerse a pensar que ninguna de esas personas tiene nada que decir y mucho que gritar y llorar. Después, las comunicaciones desde los programas de tv de la tarde (esos habitualmente dedicados a los ascensos y caídas de estrellas del espectáculo y aledaños) vía teléfono móvil con algún familiar metido en una sala de espera hermética que todavía piensa que hay “nada más” que siete muertos mientras los conductores en el set –que ya conocen la noticia de los más de 150– se miran entre ellos con rostro mitad compungido y mitad travieso en plan “¿se lo decimos o no?” Y a continuación –descartada la posibilidad terrorista que nadie menciona, pero que siempre estará ahí, asomando la cabecita–, el habitual e incesante desfile de hipótesis, opiniones autorizadas de especialistas, reconstrucciones computarizadas, testimonios de testigos que vieron todo (misteriosamente, siempre, ahí, un argentino), historial y revisiones y pedigrí de la nave en cuestión y repaso de su manual de instrucciones, recuento de pasadas catástrofes aéreas en cielo y suelo español, la cabalgata de ambulancias hacia los hospitales y esa columna de humo elevándose en las afueras de Madrid marcando el sitio exacto donde nadie sabe exactamente qué ocurrió. Lo que no impide que –como niños– digan cualquier cosa. La muerte nos pone locuaces.

CUATRO Al día siguiente, las pantallas en llamas tienen nuevo material que ofrecer. El más bestial y triste de todos es el paisaje de familiares saliendo de la morgue e –imposibilitados de esquivar los micrófonos– recitando con voz monocorde frases como “Mi ex mujer y mi hija”, “Dos hijas, un nieto y uno más porque una de mis hijas estaba embarazada”, “Mi hijo querido”. Una y otra vez. Mechado con las novedades desde las olimpíadas donde –¡indignación!– el comité ha negado a los atletas españoles la solicitud de competir con una banda de luto y de que la bandera roja y amarilla ondee a media hasta en la villa olímpica. Minutos de silencio en todas partes y después aplauso y nunca dejaré de preguntarme por qué se aplaude luego de un minuto de silencio y qué es lo que se aplaude en estas circunstancias. Tal vez, el minuto de silencio debería extenderse, por lo menos, a una semana de silencio. De respetuoso silencio. Pero la muerte nos pone efusivos.

CINCO El domingo es el día de los suplementos y hay páginas que llenar y así se leen cosas como “¿qué vuelo estival con destino a la costa no contiene una verbena de críos ruidosos y pandillas expansivas?”, “el pájaro de metal inicia su carrera”, “luego le ve descender como una hoja caduca” y “un niño pequeño dice que su hermana está dormida. No lo está”. Y ahora es el tiempo de las dificultades y la lentitud para identificar restos carbonizados y restos metálicos, del monto de las indemnizaciones, del testimonio de los pocos sobrevivientes, del desfile de funcionarios con rostro solemne, del que llegó tarde al aeropuerto y perdió el avión, de los muchos que juran que iban a viajar ese día, pero “algo” les hizo pensárselo mejor. La muerte, sí, nos pone crédulos y milagrosos. Y debajo de todo esto, claro, el ronroneo constante de las turbinas de la realidad. Las medallas en el duty-not free de China, los maridos que siguen matando a las mujeres arrojándolas desde las alturas, las turbulencias en el vuelo hacia la Casa Blanca de Obama Airlines con los Clinton sonriendo torcido en la torre de control, Rusia despliega sus alas y Corea del Norte recalienta sus reactores, Fernando Alonso que no llega ni a despegar en el flamante circuito F-1 de Valencia, y esa voz en los altoparlantes que insiste con aquello de que por aquí no hay crisis sino “psicosis de crisis”. Y son los últimos días del verano –la gente se dispone a tomar muchos aviones– y abundan los aterrizajes de emergencia, los súbitos regresos de aeronaves al punto de partida, las demoras por revisiones técnicas fuera de programa, las arrivals con el cinturón bien ajustado y las departures encomendándose a los poderes superiores mientras uno jura oír ruiditos que nunca oyó y, supongo, los aviones después de una crisis también tienen psicosis de crisis.

SEIS Y la caja negra. Siempre me intrigó lo de la caja negra. Ese artefacto lento pero implacable funcionando como alma y fantasma y oráculo y detective y testigo y juez de todo lo sucedido. Esa reliquia casi invulnerable a la que se busca y se encuentra entre partes rotas e imposibles de arreglar. Siempre me pregunté si no se podrían recabar todos esos datos en una computadora en tierra que revelara pronto y hasta pudiera advertir e impedir lo impensable e impredecible. Supongo que no. Del mismo modo, todavía, los seres humanos no llevamos cajas negras que lo expliquen todo y que les descubran a nuestros familiares y a los sobrevivientes y técnicos el porqué de accidentes sentimentales y laborales, el misterio de decisiones incorrectas o de incorrecciones lógicas, los “fallos humanos” y los aciertos conseguidos, en ocasiones, sólo después de comportarnos como animales devorando a seres indefensos que sienten un dolor tan grande que ya no les queda nada más por sentir. Ahí están todos: repentinos ancianos soportando de pronto y sin aviso la losa de la tragedia o insensibles niños instantáneos haciendo y diciendo brutalidades invocando la obligación de informar a los ciudadanos.

Arriba, el cielo es azul y las cajas negras son de color naranja.

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