› Por Enrique Medina
Como siempre, por defecto, lógica, comodidad, como cualquiera que tiene un balcón, mira el espacio incoloro. Mira el espacio pero no lo ve. Es inexistente pero define, es su poder. Nada extraño observa en la rutina, pero todo repercute diferente: no ve lo que ve, ni respira como debe. En realidad siente que se afofa y se eleva sin, necesariamente, crecer en este espacio brillante. Para restaurarse y ver lo que debería ver, arroja los anteojos negros. Ni gente caminando ni autos girando en la esquina ni chicos jugando ni la mujer en medio de la calle gritando desa-forada contra sus odios antes de ingresar a la verdulería. El no escucha el barullo del tráfico, pero reconoce que recién ahora, aunque no la ve, está entendiendo a esa mujer que grita insultos contra quienes la quieren mal, porque recién ahora entiende la cuerda de ella. La entiende porque él no está en la suya propia. Un hilo de lucidez le permite reconocer que está caminando en cuerda ajena y que no es lo mismo, porque cada uno debe sostenerse en su propia cuerda. Entonces toma conciencia. Debe controlarse porque si deja de hacer equilibrio en su cuerda para pasar a cuerda ajena puede ser peligroso. Se sonríe. Sí, es así, sólo soy un equilibrista en este circo que es la vida, se dice y se confirma golpeando la baranda como recién dándose cuenta de algo tan obvio y trivial. Y vuelve a apoyarse, colgarse de la baranda, esforzándose en parecer natural, pero no puede, siente que pierde el equilibrio, que su cuerda no quiere sostenerlo, que la cuerda tiene vida propia y se sacude como queriendo librarse de él. Y él se esfuerza en hacer equilibrio, pone todos sus sentidos en orden para verificar si está apoyado en su propia cuerda o en cuerda ajena. Un relámpago de sol le avisa que algo anda mal, que virus y troyanos se han apoderado de él, y que si no quiere perder el equilibrio no debe inclinarse hacia adelante a pesar de aferrarse con tanta sensatez a la baranda. Es como sostenerse de una cuerda superior para dejar de hacer pie en la cuerda inferior. Tiembla. Se le escapa el cuerpo, o presupone eso. Es posible que al intentar pisar la cuerda inferior ésta haya huido y el pie tantee en el aire. Otro relámpago de sol le llama la atención para que no se abrace tan desesperadamente a la baranda porque ésta puede resentirse. El comprueba que es verdad: la baranda como que se derrite, o quiere eso. O se disuelve, o se hace líquido inconsistente. Tenaz, él se agarra a la baranda pero ésta se niega a la rigidez. Por más que él quiera aferrarse con seguridad para volver a hacer pie en su cuerda, se le hace difícil y complicado conseguir el beneficio. Tan enmarañado como saber dónde está él. Por suerte los relámpagos de sol están cuidándolo, se le clavan en la nuca para que él se mantenga en fila y no salga de la formación. Percibe la advertencia y responde que nadie le impedirá hacer lo correcto: y se mantiene en la formación. Lo hace. ¿O no lo hace? ¿O cree que no lo hace y sí lo hace? Se le confunde el mucho dinero, sicarios mexicanos, grandes negocios, drogas y muertes a reglamento, cheques voladores que vuelan y ríen en el espacio porque la gente en la calle salta para agarrarlos con la ambición que él ya conoce. Toda esa gente tiene su rostro, pero nadie tiene vergüenza. La baranda se hace agua y él, creído en su cuerda, bebe para recuperar el temor del equilibrio. Quiere hacer pie, pero no. Manotea absurdamente la cuerda superior que indiferente se aleja y se aleja hacia el cielo. La baranda se ha convertido en partículas de nada, y él ya está metido en este simulacro de brecha, abandonándose en este espacio postrero, dejándose ir, cuando, a destiempo, estalla, inmaculado, el último relámpago de sol.
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