› Por Adrián Paenza
Usted, como yo, alguna vez fue niño. Alguna vez, también, le debe haber pasado lo mismo que a mí: frente a un regalo, uno se quedaba jugando más con la caja que lo contenía, o el papel que lo envolvía, que con el propio juguete.
Peor aún: insatisfecho con lo que uno tenía delante, la idea era saber cómo estaba construido. La tarea implicaba tratar de “desarmarlo” ante la desesperación de nuestros padres. Por supuesto, el verbo “desarmar” tiene distintas connotaciones y definiciones posibles.
Ante el menor descuido de los adultos, desensamblar se transformaba en romper. Pero “romper” tampoco era suficiente. Lo que uno quería saber, el objetivo que buscaba, era el de descomponerlo en las piezas más chiquititas posibles. Y aun así sería insuficiente. Los martillos y tenazas servían hasta un cierto punto. El pueblo quiere saber, a esa altura, se transformaba en “el niño quiere saber”.
En tanto que adultos, los juegos tienen otra dimensión. Las herramientas son cada vez más sofisticadas, pero el deseo infantil permanece. Todavía, a pesar de la edad, uno quiere saber.
Ahora, en lugar de martillos hay aceleradores de partículas. En lugar del piso en donde quedaba todo desparramado, ahora hay un tubo gigante de 27 kilómetros de circunferencia y enterrado a 100 metros de profundidad. En lugar de poder ver con nuestros ojos, ahora hay que recurrir a sensores estratégicamente distribuidos. En lugar de trabajar solos, ahora hay 5000 científicos de todo el mundo. En lugar de un juguete de 30 pesos, ahora “el chiche” cuesta ocho mil millones de dólares. Y tardaron 14 años en construirlo.
Además, nosotros no teníamos ninguna teoría para confirmar o ratificar. No estaba en juego el principio u origen del universo, ni estábamos a la búsqueda de la decimotercera partícula elemental (el bosón de Higgs).
Como no había teoría para ratificar, el camino era siempre virgen. Cualquier descubrimiento merecía un paper interno. Todo estaba inexplorado, todo estaba por ser develado. En cambio, los adultos tenemos conjeturas, teorías. Avanzamos a tientas. Encontramos cosas en el camino, por supuesto, pero en el afán de incrementar el volumen del conocimiento, no siempre elegimos las direcciones adecuadas.
Sin embargo, el día 10 de septiembre del año 2008 quedará inexorablemente en la historia. Es que si hay UNA curiosidad por satisfacer, UNA pregunta por contestar es la del origen de todo, el origen del universo. Las religiones lo explican con la existencia de un ser todopoderoso.
Y está bien si uno acepta creerlo. Pero hay otro grupo de personas que tiene otras ideas y busca otros caminos. Y no por eso tienen que ser irrespetuosos con las creencias del resto, sólo que esa respuesta no parece del todo satisfactoria. Es una respuesta que ha tenido adaptaciones de acuerdo con las épocas.
Por supuesto, no quiero decir que la puesta en funcionamiento del acelerador de partículas binacional (suizo-francés) sea ni “la máquina de dios” ni “la máquina de descubrir”. Pero sí creo que el hombre se sigue dando todos los recursos de los que es capaz para encontrar respuestas científicas a sus dudas eternas. Por ahora siguen siendo conjeturas. Y a los adultos, como chicos que aún somos, nos interesa seguir jugando, y aceptar que cada respuesta sirve para disparar nuevas preguntas.
Ningún ciudadano va a mejorar su calidad de vida ni hoy ni mañana por la confirmación de la existencia del bosón de Higgs. Pero la humanidad toda será mejor, aunque más no sea porque habrá podido contestar una pregunta más. De eso se trata el juego.
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