› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
El miércoles me levanté temprano para escribir esta contratapa. Entonces me acordé de que esa misma mañana, a las 9.30, en las afueras de Ginebra, se pondría en funcionamiento el tan promocionado mega-acelerador de partículas LHC y que –según los maestros del juicio final– cabía la posibilidad de que nuestro planeta y todo lo que contiene fuera rápidamente engullido por un agujero negro y hasta la vista, baby. Así que –qué sentido tenía ponerme a escribir algo que tal vez jamás sería publicado, ni leído– decidí esperar un poco y ver qué pasaba. Todo parece indicar que no pasó nada catastrófico y –según los genios del Génesis Revisitado– estamos más cerca de comprender qué sucedió exactamente durante el Big Bang, y próximos al hallazgo del esquivo y hasta ahora teórico Santo Grial de la Física Molecular: algo llamado el Bosón de Higgs. No entiendo muy bien de qué se trata; pero la cuestión es que si aparece, genial, y si no, a replantearse buena parte de la Física tal como la entienden y comprenden los que saben de estas cosas.
En lo que a mí se refiere, escribo todo esto durante la mañana del jueves, ustedes lo leerán o no durante la mañana del viernes (que ya será casi mi tarde), y después vendrá el sábado y más adelante el domingo, y qué bueno que ciertas constantes se mantengan más allá de que el hombre apriete botones y baje palancas y a ver qué pasa.
Y esa misma mañana del miércoles, un pequeño agujero negro se tragaba a Zapatero. El presidente de gobierno había pedido ir –antes de que lo obligaran– a informar al Congreso sobre la aceleración de la crisis, la hasta hace poco desaceleración de la economía y la inminente recesión en la que entrará España cualquier día de éstos. La cosa, me parece, no le salió bien, aunque tuvo la valentía –para muchos, claro, cobardía en lo que a política se refiere– de admitir, de entrada, que no tenía infalibles recetas mágicas, ni pensaba improvisar nuevas medidas. Lo único que anunció fue una cuestionable operación rescate a las inmobiliarias en picada y un estímulo a la construcción siempre y cuando se incorporen esas viviendas al mercado de alquiler. Poco y nada y, de nuevo, el Sagrado Ladrillo Ibérico como fetiche y tótem. No hay otra cosa, parece. Está claro que la culpa de todo no es suya, que todo este Big Crash se viene incubando desde por lo menos una década de irresponsable y nada edificante fiesta edificadora y especulativa, y que el hoy tan satisfecho Rajoy –quien no aporta ideas, pero le pidió a Zapatero “al menos dejar de ser parte del problema”– estaría exactamente en la misma incómoda situación de haber ganado las elecciones del pasado marzo. Pero de lo que sí se puede acusar a Zapatero y a los suyos (en especial al vicepresidente económico Pedro Solbes) es de la pésima gestión del asunto, negando todo como si se tratara, primero, de sinsentidos de oráculos pesimistas; después no de crisis sino de la “psicosis” que provoca el miedo a una crisis (y a nadie le gusta que, además de no llegar a fin de mes, le digan psicótico); y, ahora, de la consecuencia directa de una crisis internacional. En el discurso de Zapatero, hasta hace muy poco, España era el país mejor preparado en la Unión Europea para aguantar lo que se venía. Y, de pronto, resulta que es el primer país del continente que entrará en recesión; aunque Zapatero haya minimizado el miércoles los pronósticos de los especialistas de Bruselas afirmando que las predicciones suelen fallar, sin dejar del todo claro si se refería, también, a las previsiones de recuperación de su propio gobierno que anuncian el fin de la tormenta para algún momento de 2009. Mientras tanto y hasta entonces, todo parece indicar que Zapatero no la pasará muy bien cada vez que comparezca y tendrá que sufrir sarcásticas lecciones de historia como la que el miércoles le dio Joan Herrera, del grupo parlamentario de Izquierda Unida: “Hoy, con muchos meses de retraso, se ha producido lo que esperábamos: ha usted superado el síndrome de Churchill, aquel primer ministro británico que, bajo el lema de Crisis? What Crisis?, fue desalojado de Downing Street. Es una buena noticia. El problema es que usted ha pasado a otro lema, al del presidente argentino Menem, que en los años ’90 decía aquello de Estamos mal, pero vamos bien”.
Así que ahora, parece, se acabó la prohibición de pronunciar la palabra crisis, pero continúan esos extraños eufemismos y vaguedades del tipo “Serán trimestres duros” y “El Gobierno asume la situación de dificultad, que durará algunos trimestres; previsiblemente, porque nadie tiene certeza absoluta”. Por las dudas, sépanlo, después del domingo viene el lunes y cuatro trimestres equivalen a un año y así Zapatero –castigado por los crecientes índices de desempleo– salió del recinto hecho partículas.
Y la cuestión aquí es si Zapatero es o no “parte del problema”. Una cosa está clara. Alguien que llegó al gobierno –luego del intolerante e intolerable segundo período de Aznar– como un viento fresco, con un discurso sin vueltas y con una admirable capacidad para cumplir promesas y actuar rápido, ahora parece enredado en un bombardeo de partículas girando en círculos a la velocidad de una luz sin demasiadas luces, mientras apunta cosas como que “lo lógico es que el flujo de la inmigración se reduzca” por la destrucción del empleo y el parón económico. Quizá Zapatero era el hombre ideal para los buenos tiempos. Tal vez, quién sabe, todo haya comenzado con la repetición de aquel otro slogan durante la pasada campaña electoral –aquel “Buenas noches y buena suerte”– que Zapatero le robó a Edward Murrow, ignorando las diferencias evidentes que hay entre un periodista crítico y un político en lo más alto de su carrera y, por lo tanto, a crítica constante. Una cosa está clara: este Zapatero que va al Congreso, “a dar la cara y a dar confianza a los ciudadanos”, acaba consiguiendo el efecto opuesto. La gente, parece, no necesita confianza sino confiar en aquel a quien le confiaron su voto. Y en cuanto a la cara, la verdad que no me resulta muy acertado el haber puesto al aire –lunes por la noche– una emisión especial de un programa de turismo de aventuras llamado Desafío extremo en el que Zapatero ascendía a pie los picos de Europa junto a Jesús Calleja, viejo amigo del presidente y conductor del asunto con look de Owen Wilson. La cosa se llamó Zapatero-Calleja: aventura en la montaña, y estoy seguro de que más de uno de los muchos que descorcharon las botellas de estos años dorados sin permitirse pensar en sequías lo vio con la secreta esperanza de ver un alud de partículas de hielo sepultando al hombre del talante y todo eso. Y yo –que sigo apreciando a Zapatero, pero hace tiempo me he resignado a no entender en absoluto o a entender demasiado bien a los políticos como seres incomprensibles y expertos en el arte de fundir y confundir las partículas de la verdad con las partículas de la mentira– me pregunto quién es el asesor de imagen que determina que puede resultar simpático ver en la televisión a un presidente ascendiendo mientras muchos de aquellos que lo votaron ruedan barranca abajo.
Y ya saben: las partículas siguen girando y colisionando, y pocas veces se dedicaron tantos cerebros y tantos millones y tanto tiempo para intentar averiguar cómo empezó todo. El gesto, pienso, es positivo y alentador, teniendo en cuenta que los seres humanos parecemos cada vez más especializados en acabar con todo. Y –tendría su triste gracia que el The End llegara como consecuencia del iluminar el Había una vez...– crucemos los dedos y, según del lado del que se la mire, hasta la semana que viene o que se va.
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