› Por Juan Forn
“Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas”, decía siempre Vladimir Nabokov. Para demostrárselo a un amigo, un día que iban subiendo juntos una colina en Suiza, le preguntó a un mochilero que bajaba si había visto mariposas a su paso. “Ninguna”, contestó el mochilero, para estupor del acompañante de Nabokov, que veía un enjambre de ellas revoloteando entre los arbustos a espaldas del mochilero. En lo que sí se fija siempre la gente, en cambio, es en las personas que hacen el ridículo: “Y cuanto más viejo es el cazador de mariposas, más ridículo parece con la red en la mano”, reconoce Nabokov con resignación en sus memorias, donde confiesa los muchos aullidos de sorna que recibía de los coches que pasaban a su lado por caminos vecinales, y los críos diminutos que lo señalaban con el dedo a sus desconcertadas madres al verlo salir de la espesura, y el granjero que lo atrapó merodeando su propiedad y le señaló furioso el cartel de Prohibido pescar; y hasta la enorme yegua negra que lo persiguió dos kilómetros a campo traviesa en Nuevo México hasta que Vera lo rescató (Vera Nabokov adoró toda su vida los caballos y llevaba siempre en su bolso terrones de azúcar, por si se cruzaba con alguno en su camino, durante las bizarras excursiones que hacía con su marido en busca de mariposas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos).
Hoy sabemos que Nabokov no fue un mero amateur, sino un entomólogo calificado y profesional. De hecho, su primer trabajo al llegar a Norteamérica no fue como escritor ni como profesor de literatura, sino como conservador del Museo de Lepidopterología de Harvard. Y no fue una ocupación fugaz, ni una changa para salir del paso: estuvo siete años en el museo (desde 1940 a 1947), con un salario anual de mil dólares (que parecerá modesto pero no era poco para un inmigrante en los años de guerra, y, además, entomólogos tan calificados como él aceptaban trabajar por una paga simbólica de un dólar al año, con tal de figurar en la nómina de Harvard). Durante esos siete años, Nabokov pasó ocho horas diarias mirando órganos genitales de mariposas por el microscopio. Eso afectó su vista de forma permanente y lo obligó no sólo a dejar el puesto, sino a evitar los microscopios el resto de su vida (“Si me acercara a uno, creo que me ahogaría de nuevo en su brillante pozo”), pero no impidió que declarara hasta el fin de sus días que aquellos siete años “fueron los más emocionantes y deliciosos de mi vida adulta” (yo no le creo: me permito imaginar que tuvo momentos tan deliciosos, y por qué no emocionantes, para no decir lúbricos, cuando enseñaba en Wellesley, el exclusivo colegio secundario para señoritas donde era el único elemento masculino en el cuerpo docente).
Lo cierto es que, por esa declaración y otra similar (“Hasta Lolita, se me consideraba un entomólogo profesional y un escritor aficionado”), hay nabokovianos que sostienen que su ídolo fue para las ciencias naturales la misma luminaria que supo ser en el rubro literario. Y dedican sesudos ensayos y hasta libros enteros (con títulos como Lepidoptera Nabokoviana o El período azul de VN) al peregrino esfuerzo de demostrar que fue un taxónomo genial, el más grande después de Darwin. Hay incluso quienes sostienen que fue aún más lejos que Darwin porque, por ejemplo, fotografiaba los órganos genitales de las mariposas desde distintos ángulos (y no desde uno solo, como hacían los demás) o porque sostenía que “el mimetismo de ciertas mariposas supera el afán de supervivencia y es una forma de belleza desarrollada por el animal por puro gusto” (lo que se dice una mariposa auténticamente nabokoviana) o porque su prosa técnica “es la más perfecta que ha existido jamás en el rubro” (y lo mismo dicen sobre esos dibujos más bien escolares en los que Nabokov reproducía los motivos y colores de las alas de las diferentes especies de mariposas que cazaba). Mis preferidos son dos. El primero es Paul Zaleski, quien sostiene que, así como el sexólogo Alfred Kinsey estuvo veinte años estudiando una clase de avispa (y fue ese estudio el que lo derivó a su legendaria investigación sobre el comportamiento sexual humano), se puede decir que los años y desvelos que dedicó Nabokov en Harvard a las diferencias entre la Velludita Fimbria Clara y la Velludita Fimbria Minor moldearon su estilo literario en inglés. El segundo es el holandés Joann Karges, quien sostiene que la Pieris Brassicae que aparece en Ada representa el ánima, la psique, el alma. Aun cuando el propio Nabokov insistiera en forma vehemente, en todos los reportajes que dio en su vida, que usar a la mariposa como símbolo le parecía una perversión, una profanación: “Me importa un bledo el significado esotérico de la mariposa y soy alérgico a la alegoría. Todas las mariposas de mis libros son reales, incluso las inventadas, y las puse ahí para darle veracidad a la escena”.
Sin embargo, como bien se sabe, nunca se puede tomar del todo en serio a Nabokov: esa es una de las razones que lo hacen tan genial (y que lo redimen de ser un insoportable terminal). Ejemplo: unas páginas después de decir que es alérgico a la alegoría, el tipo puede escribir muy suelto de cuerpo que uno de sus momentos de éxtasis preferidos es “el que hace correr un misterioso estremecimiento por la base de esas alas que nos crecen en el centro de la espalda cuando nos asaltan recuerdos involuntarios”. En cuanto a su polifuncionalidad o presunto enfrentamiento entre su yo entomólogo y su yo literario, me limito a citar una frase de Mira los arlequines (una de sus más espléndidas novelas y la más autobiográfica sin duda): “En el mundo de los deportes no ha existido nunca, creo, un campeón mundial de esquí y de tenis. Yo he sido el primero en cumplir una hazaña comparable, en dos terrenos que son tan diferentes como la nieve y el polvo de ladrillo”. La jactancia es característicamente nabokoviana, pero es justo aclarar que Nabokov no se está refiriendo aquí en absoluto a la entomología y la literatura. No. Está hablando de la dualidad, verdaderamente titánica, que más lo desveló en vida, y que le ganó la inmortalidad: la de lograr escribir libros igualmente formidables en ruso y en inglés.
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