› Por Sandra Russo
Pertenezco a la generación que todavía guarda, muy en el fondo de sus percepciones e interpretaciones en común, una idea enigmática del cuarto oscuro. Somos los que pasamos todo el secundario en dictadura. En esa época en la que la política empieza a ser algo discernible y, según los tiempos y las personas, algo sucio o apasionante, yo escuchaba en una universidad pública a un profesor de latín ordenar a la clase entera encomendarse al arcángel San Gabriel.
De modo que nuestro cuadro de situación era una película de terror clase B, de ésas en las que la chica da por muerto al monstruo y se relaja, y entonces... Todos saben lo que pasa: el monstruo no estaba muerto. Vemos sus garras aparecer por encima de la chica. La cámara se corre a la ventana y escuchamos los gritos. Fin.
A mí me había pasado eso (el horror de ver las garras cuando ya me había relajado junto con la chica) el 2 de abril de 1982. No era el ’76. Era el ’82. Un año y medio antes, apenas, del día en que iba a votar por primera vez. Aquella explosión callejera en adhesión a la incursión a Malvinas me había paralizado. Fue ese día que la política se me volvió tridimensional. Quizá porque Malvinas fue una estrategia política más que militar, ese día vi a gente común y corriente vitorear en la Plaza de Mayo a Galtieri. Hay que hacer una operación mental compleja para entender la náusea que ello me provocaba. Ya se sabía que habían secuestrado, matado, robado, torturado. Y eran aplaudidos por la gente. Yo advertí, ese día, con el horror de ver las garras del monstruo por encima de la chica, que la dictadura no eran solamente una generación de militares desquiciados y de instinto asesino desatado. La dictadura era la depositaria del monstruo argentino que aún hoy pide leña, sangre y muerte para alcanzar la paz.
El 30 de octubre de 1983, cuando entré a un aula del microcentro para votar por primera vez, con el voto militante decidido y resaca de la interminable noche anterior, empezó otra película. La coreografía democrática me fascinó. Las filas de hombres y mujeres en silencio, los policías ayudando a leer padrones, las viandas de los fiscales de mesa, las urnas. Era la primera vez que veía una urna. Esa caja de cartón era una urna. Esa caja de cartón era por lo que habíamos luchado en los últimos años. Por lo que nos habíamos tragado gases, por lo que nos habían tirado los caballos encima. Todas esas imágenes caían como diapositivas sobre la caja de cartón. Ese día en las filas había mucha gente llorando. Era dolor y felicidad todo junto. No era necesario explicar nada.
Ahora en mi DNI tengo un solo cuadradito más para el sello de concurrencia a elecciones. Pero ninguna de esas veces en las que voté, que fueron muchas, la caja de cartón dejó de ser una pantalla en la que me fueron cayendo esas diapositivas. El otro día leía una nota al juez Eugenio Zaffaroni en la que citaba a un jurista del siglo XIX, Rudolf Von Diering, que dijo que “los derechos se consiguen con lucha, y después se despilfarran. Se despilfarran porque vienen otras generaciones que se olvidaron de la lucha; se despilfarran como la fortuna que no se trabajó”. Pertenezco a la generación que era muy chica cuando se llevaron al resto, pero que protagonizó las luchas por el regreso a la democracia. Las hubo. Se dieron en las calles y en los discursos. Nunca percibí el atropello a la democracia como otra cosa que un exceso, un despilfarro de algo que nunca sobra. Nunca sobran la justicia ni la equidad ni la libertad, de modo que la democracia siempre, por definición, no sobra. Su despilfarro me es inconcebible.
Y cuando veo las urnas, también, entre las diapositivas que caen sobre ellas, está aquel 2 de abril. Es una foto que me indica que siempre hay que estar alertas, que fue una guerra perdida la que nos abrió la puerta, que ganamos esa bella coreografía democrática, pero que los años, la madurez y más lucha son los que le van dando sentido. Eso es lo mejor de todo: la democracia siempre tiene sentido.
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