› Por Sandra Russo
“Me avergüenza esta ley, me avergüenza vivir en un país en el que se confabule como al descuido contra los más débiles: en pocos años, millones de personas padecerán el desamparo al que los somete la ley provisional, mientras las aseguradoras se ahorrarán millones de dólares en pensiones a las que la gente no tendrá derecho. Cláusulas oscuras como ésta no son otra cosa que síntomas de descomposición, estrategias de avaricia, señales de barbarie disfrazadas en spots publicitarios en los que las AFJP apelan a las palabras tranquilidad, seguridad y confianza. Da asco.”
Jueves 24 de julio de 1997. Hacía ya tres años que el menemato nos había tirado por la cabeza el régimen de capitalización. Todavía en ese momento a las AFJP yo les decía las JFK. Todavía la sigla no se había naturalizado. Y ya los abusos del engendro eran así.
Ricardo, mi marido y el padre de mi hija, había muerto a los 38 años hacía un mes cuando la contratapa titulada “Autónomos” fue publicada en este diario. Yo no estaba trabajando en esta redacción. Cuando descubrí la trampa, llamé al director de PáginaI12 y le pedí que publicara esa nota. El accedió.
En ella contaba que cuando había ido a averiguar sobre la pensión para mi hija a la AFJP a la que estaba afiliado su padre, una asistente social me había dicho, después de mirar en la pantalla: “Qué lástima, querida. Tu marido no califica”.
Ricardo era autónomo. Había pagado la cantidad de cuotas necesarias, pero no lo había hecho consecutivamente. Se había atrasado dos o tres cuotas y después las había pagado juntas, cuando le pagaron a él. El sentido común que rige las acciones de los trabajadores autónomos. Eso me hizo perder el derecho a la pensión. No lo sabía. Ricardo no sabía que dejaba a su familia sin pensión si no pagaba las cuotas consecutivamente. Nadie lo sabía. No se había dicho. No constaba en los folletos que repartían las AFJP. Era un secreto que se aprovechó para dejar a miles de personas sin derechos. Me enteré de que hubo casos de viudas que se endeudaron para pagar la deuda provisional y acceder a la pensión, como se había hecho siempre en el régimen de reparto. Las AFJP cobraban la deuda sin aclarar que después no habría pensión.
La fui a ver a María América González. Entre la difusión que le dio ella por televisión y la contratapa que escribí y publicó este diario, se armó un revuelo en la Cámara de las AFJP. Un abogado que se sensibilizó con mi nota me llamó para contarme que hubo una reunión de directorio en la que cada miembro tenía una fotocopia de la contratapa. Poco después recibí un llamado: eran los representantes de la Cámara que estaban interesados en hablar conmigo personalmente.
Recibí a cinco hombres de traje en mi oficina. Lo que escuché me espantó: ellos me comprendían, ellos estaban de acuerdo conmigo, ellos sabían que la ley era demasiado amplia, ellos no negaban eso, todo lo contrario, ellos se ofrecían a acompañarme si yo presentaba una denuncia contra la ley por inconstitucionalidad, ellos sabían que tenían beneficios que eran inconstitucionales, ellos sabían que tarde o temprano pasaría, conmigo o con cualquier otro, ellos no se opondrían, ellos eran flexibles.
En aquel momento, por los caminos que fue tomando mi duelo, no seguí adelante con esa denuncia. No tuve fuerzas. Pero en el siguiente folleto vi que aparecía esa cláusula en tipografía legible. Y al poco tiempo, alguien advirtió lo que era evidente. El régimen se flexibilizó a sí mismo, a conciencia de que la ley le había sido regalada, que el dinero de los trabajadores y la vejez de nuestra gente les habían sido concedidos, como un territorio colonial, a un grupo de empresas privadas.
Hoy releo el párrafo con el que empecé esta nota, que era el párrafo final de aquella contratapa del ’97, y vuelvo a experimentar la misma náusea.
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