› Por José Pablo Feinmann
Primero en El Progreso (en el que ya había publicado su biografía de Aldao) y luego en El Mercurio, publicó Sarmiento, en Chile, su obra maestra y acaso el libro más importante de la literatura argentina, Facundo. No en vano a El Mercurio le dicen “el decano de la prensa chilena”. Ya en 1835 publicaba al exiliado Sarmiento, que había huido al país que tenemos más allá de la cordillera para protegerse de los federales adictos a Rosas. El Mercurio no dejó de aparecer desde entonces y supongo que jamás dejará de hacerlo. Está del lado del poder, de los más fuertes, de los que saben barrer con todo no bien las cosas se ponen feas. Cuando ganan los moderados, cuando se instala eso que todos llaman “democracia”, cuando empiezan los buenos modales, El Mercurio sonríe, invita a escribir en sus páginas a aquellos cuya muerte habría silenciado en otro momento, pero no se arrepiente de nada. Si le preguntan a Agustín Edwards, su propietario, qué siente ante el secuestro de un hijo suyo que se ha producido en democracia pero al que felizmente ha recuperado, dirá que, desde luego, se ha sentido muy triste, pero no ahora que lo recuperó. Si se lo lleva a relacionar esa desaparición con la de los miles que su compadre el general Pinochet propició, dirá que esa gente debe estar feliz, pues él ha comprobado que la desgracia une a la familia. Y asunto terminado.
Ayer, a las 6 de la tarde, por Canal 7, se proyectó el documental de Ignacio Torres y Fernando Villagrán, El diario de Agustín. Los miembros de la familia Edwards, que han estado sucesivamente al mando del diario, se han dado todos el nombre de “Agustín”. El Mercurio influyó poderosamente en todo el desarrollo de la vida chilena. Es el diario del poder. El diario de las clases altas. El diario de los terratenientes y de los grandes hombres de negocios. Durante la Guerra Fría, por consiguiente, fue el diario del occidentalismo cristiano. En otro documental –que espero comentar en breve– que lleva por nombre Los juicios de Kissinger se analiza la omnipresencia del secretario de Estado de Lyndon Johnson, Richard Nixon y Gerald Ford en todos los pasos que tuvo que dar Estados Unidos por su política de seguridad nacional. Uno de los pasos más importantes fue desestabilizar al gobierno de Salvador Allende, elegido en elecciones democráticas, que, explícitamente, quería emprender “la vía pacífica y democrática al socialismo”. El general Alexander Haig (a quien tal vez algunos recuerden por su intervención en el affaire “Malvinas” en Argentina) aparece detrás de un enorme, lujoso, escritorio y dice: “¿Y qué querían que hiciéramos con Allende? Tirarlo, claro. ¿Otro gobierno marxista en América latina? ¡No!”. Dice “¡No!” extendiendo las manos en un gesto que se juega entre el hartazgo y la agresión. El elegido para la tarea de limpiar a Allende es Henry Kissinger, especialista en estas cuestiones. Agustín Edwards viaja a Washington y se entrevista con Nixon y Kissinger para poner todos los medios de El Mercurio a disposición de los planes de Estados Unidos, que, en ese momento, ya tiene a Chile invadido por agentes de la CIA y el FBI. De todos modos, dice, tirar a Allende requerirá un gran esfuerzo, con lo que solicita una ayuda monetaria extra para que El Mercurio pueda cumplir con su tarea fehacientemente. Nixon y Kissinger le dan dos millones de dólares. En el documental de Torres y Villagrán se lo ve a Edwards junto a los dos titanes del Imperio en amena charla. ¿Para qué se sacarán esas fotos? ¿De qué creerán que piensa uno que hablan? Pero sucede que están convencidos. En la Guerra Fría el terreno de combate era la periferia. Ni EE.UU. ni la URSS tuvieron enfrentamientos directos. Lucharon en zonas adyacentes. En las cuales el enemigo se “infiltraba”. Si los soviéticos entraban con sus tanques en Praga era porque esa “primavera” era el preludio de una fatal penetración capitalista. En Hungría, lo mismo. Para los norteamericanos, Allende era, sin más, el marxismo. Para el MIR chileno, el principal movimiento guerrillero, Allende era un reformista, un tibio, alguien casi más dañino que un reaccionario. Pinochet no hizo diferencias entre unos y otros. Los masacró por igual.
En el documental de Torres y Villagrán, unas jovencitas laboriosas, bonitas y con cara de ángeles, hacen reportajes a personajes siniestros. Entre ellos, el director de El Mercurio durante la dictadura de Pinochet. Le preguntan: “¿A usted le pareció bien que luego del golpe Pinochet cerrara todos los diarios menos El Mercurio?”. El ex director responde: “Pues sí. A cualquiera le gusta que le eliminen la competencia”. La “eliminación” de Pinochet no era la del mercado (o acaso sea la “eliminación extrema” a que el mercado puede apelar) sino la simple y pura eliminación física de los empleados y dueños de esos diarios. Al director de El Mercurio le había venido bien: menos competencia. Al final, como las niñas siguen insistiendo con preguntas relativas a los derechos humanos, el hombre se ofende, se levanta y se va. “Yo también tengo mi orgullo”, deja esa frase.
Luego aparece un tipo gordo y absolutamente inexpresivo. Fue jefe de la policía secreta chilena y amigo de los dueños de El Mercurio. Declara: “Para nosotros, matar comunistas era una necesidad biológica. Necesitábamos matarlos para poder gobernar. Matamos muchos. Pero para mí nos quedamos cortos”. Se ven imágenes de Pinochet y Agustín Edwards por todos lados. En cenas, inauguraciones, desfiles. El Mercurio gobierna. De pronto, se lo ve a Pinochet. El Monstruo habla. Dice: “La democracia es el caldo de cultivo al comunismo. Y este gobierno repudia al comunismo”. Frase tristemente célebre para nuestros oídos. Hoy, probablemente, algún Kissinger ya susurre en los oídos de Obama o de McCain: “La democracia es el caldo de cultivo al populismo. Y nosotros repudiamos al populismo”.
El caso de El Mercurio es paradigmático. Es el del periodismo al servicio de los grandes poderes políticos y financieros del país, que están tramados con la diplomacia norteamericana. Si Kissinger hizo seguir los bombardeos en Vietnam luego de Johnson, si arrasó con Camboya sin declarar la guerra, si en Timor, por considerarlo un enclave peligroso, arrojó impunemente sus bombas, si en Chile derrocó a Salvador Allende y si vino a la Argentina a supervisar el golpe de Videla, se me permitirá creer que, acaso no él porque está muy viejo o ya decididamente viejo, sino un junior, un discípulo aventajado o los organismos que siempre se han dedicado a estas tareas, estén muy interesados en los procesos populistas de América latina. Venezuela en primer lugar, donde la prensa tiene un papel de excepcional agresividad. Bolivia, donde un golpe acaba de fracasar por causa de la primera cumbre autónoma de presidentes latinoamericanos. Una cumbre no convocada por la OEA, que funciona como órgano supervisor de Estados Unidos. Y Argentina, donde la presión mediática sobre el Gobierno es más que visible, más que evidente y hasta más que grosera. El Mercurio está entre nosotros. ¿Qué intereses defiende? Los de siempre. Los geopolíticos ante todo. O sea, la alineación franca, directa con Estados Unidos. Y luego los de las grandes finanzas y los de los grandes terratenientes. Allende no tenía frente a sí una oposición política importante. Lo tenía a El Mercurio. Al que se sumaba una intervención activa de Nixon, Kissinger y Alexander Haig (que hoy tienen sus adecuados reemplazantes, siempre muy atentos). Nosotros, además, tenemos la IV Flota. ¿O alguien piensa que es por turismo que anda por aquí? Allende tenía en contra algo decisivo. El Mercurio le levantó a las conchetas chilenas, que son terribles, bravísimas. Les dio la orden de cacerolear. La cacerola la inventaron los chilenos para echar al “comunista” Allende. Y lo tenía en contra al que llamaba su “amigo”, un hombre que “respeta el orden institucional”: la fiera de Pinochet. El inventor del golpe cruel, inhumano, de los centros clandestinos, de la tortura sistemática.
El Mercurio nunca se arrepintió de nada. Muchos periodistas chilenos del pinochetismo pidieron disculpas, se sinceraron, declararon no conocer el verdadero horror. Se les puede creer o no. Sin duda no se les puede creer. Un periodista tiene el deber de estar informado. Pero, al menos, pidieron perdón. El Mercurio sigue impávido. Había que barrer al comunismo y eso se hizo. No hay más que hablar. No sería aconsejable creer que la historia de El Mercurio se reduce al caso chileno. Si nos miramos en ese espejo veremos nuestra cara. Con otros matices, sí. Pero con demasiadas semejanzas.
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