› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La llevo a todas partes, casi no la suelto, comienza a romperse y arrugarse, el otro día dormí con ella. Me refiero a mi ejemplar de la revista The Economist correspondiente a la edición del 8-14 de noviembre. En su portada aparece Barack Obama junto al título de mi novela favorita de Charles Dickens: Great Expectations. Esa novela de Dickens es, también, una de las más tristes y, sí, de-sesperanzadas que jamás haya escrito el inglés. Pero yo me había comprado The Economist por primera vez en mi vida impulsado por una solapa a modo de sobrecubierta –como estila The New Yorker de unos años a esta parte– donde se veía la figura de uno de esos negros e icónicos toros de Osborne que custodian las carreteras españoles con el cuerno roto, de rodillas, y la leyenda Spain: The Part’s Over. Adentro, venía un special report, analizando el final de la fiesta, el despertar del sueño y el vencimiento de un modelo de bienestar que fue la envidia de toda Europa durante los últimos quince años. Ahora no, se acabó lo que se daba. No he leído el informe, no me atrevo. Apenas he espiado párrafos sueltos. El asunto fue comentado en todas partes pero, ya lo dije, cambio de página o de canal cada vez que oigo algo sobre el asunto. Yo miro para otra parte. Aunque yo –a diferencia de tantos habitantes de Europa que festejaron su victoria como si se tratara de algo propio– no espero la llegada de Obama, Aquel Que Arreglará Todo lo Desarreglado y Nos Llevará a un Mundo Mejor Por los Siglos de los Siglos, Amén. Yo sólo tengo la gran esperanza de olvidar mi ejemplar de The Economist en algún banco de plaza o vagón de tren o estante de librería. Y así –para reponer fuerzas y calores en esta ola de frío “ultra-polar” que rompe por estas costas– entro en un bar. La televisión está prendida y qué miedo que da el público argentino de la Copa Davis. Parecen esos aldeanos que perseguían al monstruo de Frankenstein o seguidores de un grupo de rock que bien podría llamarse Los Cancheros de La Infeliz o, simplemente, la clase de argentinos en los que se transforman los argentinos cuando se juntan a sacudir banderitas de la moralmente campeona república de Lovamoareventarlandia. Aprovecho que todos están distraídos con el partido (el special report ofrece el tibio consuelo de una era de triunfos deportivos, gastronómicos y artísticos ibéricos que recién empieza) para “olvidar” mi The Economist. La revista está dormida y no se ha enterado de nada. Salgo de allí corriendo y que la encuentre otro y se la lleve a su casa, pobrecito. Y a ver cómo se la saca él de encima. Y así sucesivamente.
DOS Leer la entrada de la palabra esperanza en el Diccionario de la Real Academia Española es como leer, en versión comprimida –recorriendo la distancia que separa la luz verde de la sombra negra–, la novela más de-sesperanzada de Francis Scott Fitzgerald. Así, en el decir de Emily Dickinson, la definición de esa “cosa con plumas” (y por lo tanto, desplumable) arranca como “estado de ánimo en el que se nos presenta como posible lo que deseamos”, sigue como “valor medio de una variable aleatoria o de una distribución de probabilidad” y continúa como “esperar, con poco fundamento, que se conseguirá lo deseado o pretendido”, y ahí, por las dudas, dejé de leer.
TRES Lo que sí leí hasta el final –en el suplemento internacional de The New York Times– fue un muy buen artículo de Damien Cave sobre lo que ya se conoce como “Generación O”. La bajada era formidable: “Tienen grandes esperanzas. Han dejado de lado el escepticismo. Han votado por Obama en masa. Están destinados a decepcionarse”. Y lo que allí advierte Cave es el peligro de una victoria sustentada en una nueva generación a la que se le ha hecho creer que serán partícipes de los beneficios. El problema del We (de ese inclusivo y mayúsculo nosotros) en ese Yes We Can que, piensan, los convierten más en socios jerárquicos que en, a lo sumo, accionistas de riesgo. Consultado en el artículo, el novelista Kurt Andersen previene: “El peligro está en que es la primera vez que votan, y se encuentran con esta victoria aplastante. Puede que piensen ‘caramba, esto es fácil’”. Otro entrevistado, Ronald Alsop, señala que los jóvenes de hoy han crecido confiando ciegamente en los sistemas de comunicación y los equipos informáticos de última generación (utilizados muy sabiamente por Obama y sus especialistas en comunicación provocando una sensación de cercanía y hasta amistad del candidato) y de ahí que no sepan bien qué hacer cuando las cosas no funcionan y el programa se cuelga o se cae. Los modelos de esta generación no son otros que esos jóvenes que se hicieron millonarios de un día para otro con empresas como Google, y entienden que, para ellos, ganar no pasa por la satisfacción de haber elegido sino por, ahora, la necesidad de también ser elegidos. Pero así NO es la vida y en el cielo de un futuro cercano, los aviones del descontento ya escriben para muchos, para demasiados, un No We Can’t.
CUATRO Por lo pronto, ya hay uno que se desilusionó o que jamás tuvo ilusiones. Abraham K. Biggs, votante de 19 años, oriundo de Florida, se suicidó el jueves pasado ante 1500 internautas que lo contemplaban en el site Justin.tv luego de que anunciara, doce horas antes, sus intenciones de quitarse la vida en un foro de la red. Los que lo vieron –las imágenes ya han sido retiradas– cuentan que en un momento Justin dio la espalda a la cámara para tragarse pastillas de alto calibre y que luego se recostó en su cama. Y allí se quedó dormido mientras varios espectadores le enviaban mensajes acusándolo de “payaso” y de estar montando un numerito. Otros se dieron cuenta de que Justin estaba demasiado quieto y llamaron a la policía y se rastreó el origen de la transmisión. Pero para cuando los agentes entraron en cámara ya era demasiado tarde para un chico cuyo alias era Candy Junkie, porque le gustaban mucho los caramelos. La nota de suicidio que había dejado decía que iba a hacer lo que hizo porque se “sentía un fracasado sin remedio”. A los 19 años. Esa edad en la que los golpes y las desilusiones duelen tanto. Por las dudas –en su último mensaje colgado en YouTube– Obama anticipó que se vienen tiempos difíciles, Hard Times, el título de otra novela de Dickens.
CINCO Por las dudas, también, la nueva novela de Douglas Coupland –aquel que patentó aquello de la Generación X arrancando los ’90, en otro planeta igual al nuestro– se titula Generación A. Su manuscrito me esperaba en casa, subí las escaleras, saqué la llave y ahí, junto a la puerta, me miraba, sonriendo, mi fiel ejemplar de The Economist. Temblaba de frío, sí, pero parecía tan feliz de volver a verme.
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