› Por Juan Sasturain
El licenciado Hecht terminó de sacudir los almohadones y barrer el consultorio a las nueve menos cinco. Durante el fin de semana habían estado sus hijas y habían quedado servilletas de McDonald’s debajo de la mesa ratona y alguna papa frita encastrada en el ángulo del diván. Juntó la basura, recogió el DVD de Dumbo y encendió el aire acondicionado. Creía recordar que Rubén se acaloraba con facilidad, le solía faltar el aire. Era un gesto.
A las menos dos sonó el portero eléctrico. Era él.
Después de un mes de vacaciones volvía uno de sus pacientes más antiguos. Hacía cuatro años que se analizaba, se lo había pasado López Catoira, y nunca supo si fue porque el colega no tenía turnos o porque Rubén no quiso pagar lo que él cobraba. López Catoira era caro y no se movía, el licenciado Hecht tenía otra filosofía o diferentes necesidades: acordaba con los pacientes, “iban viendo”. Rubén era de los más duros. La cuarta temporada –en esos términos hablaban porque su paciente trabajaba en televisión, era iluminador y jodía con eso– venía con reajuste y Rubén parecía dispuesto a no perderse una sesión, regalar nada.
–Ni siquiera fui a casa –se ufanó de las ojotas, la camiseta musculosa negra, las bermudas amarillas, el gorro Piluso–. De Claromecó acá, sin escalas. Manejé ocho horas para llegar justo.
–¿Y la familia?
–Me vine solo, primero. Vuelvo el fin de semana y me traigo a todos.
–¿Tiene que trabajar?
–Eso les dije –y se dejó caer en el diván con un suspiro, perdió una ojota.
Rubén estaba literalmente desconocido: suelto, locuaz, muy tostado, más flaco y con anteojos oscuros.
–¿No es cierto?
–¿Qué cosa?
–Lo de que tiene que trabajar.
Rubén se estiró, miró para arriba, se tomó unos segundos:
–Me echaron.
–¿Del canal?
–No va a ser de la cancha... –dijo el paciente y de inmediato giró la cabeza, se disculpó con un parpadeo–. Quiero decir...
El licenciado Hecht no hizo un gesto pero explicó:
–Podría ser de su casa, su mujer. Ella lo echó y usted les dijo a sus hijos que tiene que trabajar mientras arregla la mudanza...
–Hubiera dicho “me echó Paula”.
–O no. Suele usar el plural, Rubén, el indefinido, para las malas: “me cagaron”, “me rompen las pelotas”, así.
Rubén pareció considerar plurales y singulares en su vida.
–Es un retiro voluntario –dijo de pronto.
–Está contento.
–No.
–Parece. Llegó ansioso a contar algo, no a quejarse o pedir ayuda.
Rubén levantó el pie desnudo y se rascó entre los dedos.
–¿Cómo decía Biondi?
–¿Qué suerte pa’la desgracia?
–Eso.
El paciente era por lo menos diez años mayor que el licenciado Hecht y sus citas televisivas implicaban cierto grado de tácito desafío. Esta vez había pasado la prueba.
–Es buena guita –agregó ahora Rubén. Llevaba más de quince años poniendo luces y juntando antigüedad y había tenido ocho horas de viaje solo para hacer cuentas.
–¿Y qué piensa hacer?
El iluminador hablaba regularmente de “tirar todo a la mierda”, genéricamente irse, y el licenciado Hecht se dispuso ahora a oír la fantasía que sin duda le provocaba la posibilidad de un toco de guita toda junta.
–¿Va a un corte? –lo provocó en su jerga–. ¿Levanta definitivamente el programa?
–Casi me ahogo el jueves pasado –dijo Rubén en otro tono.
–¿En el mar?
El licenciado Hecht lo dijo y se dio cuenta al toque de que se había expuesto a otra aclaración socarrona. Pero no había lugar para la joda:
–Me sacaron de adentro los bañeros.
–Ah.
–Y el viernes me llega esta noticia. Un compañero.
–Ah.
–Me quedé pensando. Tiro todo a la mierda, le dejo el departamento a Paula, me quedo con la cabañita, pongo un bar en la costa...
–Por eso no les dijo.
–Quiero pensar un poco.
–Más bien.
Rubén pareció ponerse a pensar en ese mismo momento. Se tomó sus buenos cinco minutos y el licenciado Hecht lo dejó. No le creía. O sí, pero casi ahogarse en el mar y decidir (o tener la posibilidad de) un inmediato cambio de vida era demasiado redondo. No era la primera vez. Típico de vacaciones. Lo conversarían.
–Es la hora –dijo poniéndose de pie.
Rubén se enderezó y tardó unos segundos en recuperar la ojota, caída debajo del diván.
–Sobre el ajuste... –y se llevó la mano infructuosa al bolsillo de la bermuda–. Con el apuro, no traje.
–Lo vemos el jueves –dijo el curtido licenciado Hecht.
Lo acompañó hasta la puerta. Al regresar descubrió la arena sobre la alfombra, oscura, y volvió por la escoba y la palita. Dejó todo como si nada.
Miró el reloj. Menos cuarto.
Se sirvió un café y fue al dormitorio. El bolso azul estaba encima del placard. Se subió a la silla y lo bajó. Tenía tierra y pelusas de años. Estornudó. Lo abrió. Estaba vacío. Sólo restos, despojos. Una pierna de Barbie, una palita verde, un lápiz de labios seco, una pinza de depilar oxidada. ¿Cuánto hacía? Lo dio vuelta y cayó la arena. No había fotos de ese último verano.
Sonó el timbre.
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