Vie 27.02.2009

CONTRATAPA

El Gore, y cómo lograrlo

› Por Juan Forn

Tennessee Williams escribió, poco antes de morir, un cuentito extraordinario en el que relataba en menos de una página la historia de un poeta que huye de la muerte mientras se le caen poemas del bolsillo. Leyendo el último volumen de las memorias de Gore Vidal (Navegación a la vista), uno tiene una sensación parecida: el viejo Gore, ya cumplidos los ochenta y cuatro, se propone contarnos cómo fueron sus últimas cuatro décadas, pero lo distraen una y otra vez las necrológicas de amigos y enemigos que va leyendo en los diarios día tras día, de manera que, mientras corre en pos de su pasado, va soltando de sus bolsillos lapidarios chismes sobre cada uno de ellos, que terminan siendo lo mejor del libro, como pasaba con los poemas que se le caían de los bolsillos al viejo poeta, en el cuento del viejo Tennessee: la muerte lo hacía escribir mejor que nunca.

Gore Vidal es un tipo rarísimo. Ni siquiera Chomsky ha escrito sobre Estados Unidos con la lucidez crítica de Vidal (no lo digo yo: lo han dicho Edward Said y Eric Hobsbawm). Y ni siquiera Truman Capote pudo superar a Gore como Reina Del Dardo Envenenado Por TV (no lo digo yo: lo dijo Norman Mailer). Las muchas novelas de Vidal suelen ser o flojas u horribles; sus guiones de cine y obras de teatro, también (muchos, y horribles). Pero sus ensayos, salvo rara excepción, son espectaculares. La razón principal, en mi opinión, es que Vidal usa para sus ensayos la misma técnica envenenada que para sus apariciones televisivas (en lugar de pontificar como un Chomsky; lo que nos lleva a una reflexión típicamente Gore: ¿será por eso que se traducen tanto los ensayos de Chomsky y tan poquito los de Vidal?).

Hay que tener cojones para confesar en una autobiografía literaria: “Le he pedido a un ayudante que me resuma lo que he escrito y hecho en los últimos cuarenta años”. Pero quien lo confiesa es alguien que tiene “la capacidad para hacer bien lo que no debería hacerse en absoluto”, léase novelas históricas, guiones de películas romanas, discursos para políticos, etc. ¿Y existe alguien capaz de recordar sin ayuda cuarenta años de semejantes actividades? De manera que el viejo Gore manda a su ayudante al archivo, y mientras tanto abre el diario, va a la sección necrológicas y nos obsequia con una perla tras otra.

Vidal ha sabido convertirse en esa clase de escritores que hacen crispar al lector para que se mantenga en guardia, para que no se deje encantar. Es capaz de poner en el mismo capítulo este comentario sobre los últimos días de Nureyev (“Lo llamé a su casa en Positano para saber cómo estaba y me contestó: Desde el dormitorio alcanzo a ver a mi derecha el amanecer y a mi izquierda la puesta de sol. Creo que moriré aquí. Es perfecto”) y esta anécdota sobre Greta Garbo (“Cuando uno entraba al baño después que ella, encontraba la tabla del inodoro levantada”). No tiene el menor empacho en decir que Clark Gable vetó a George Cukor como director de Lo que el viento se llevó porque Gable, en su juventud, había sido taxiboy y Cukor su cliente. Y a continuación reproducir una furibunda carta de lectores que envió al New York Times luego de que en una se mencionara su “alegremente admitida homosexualidad”, argumentando que: 1) la frase estaba mal escrita, o sea que había sido mal editada, 2) el concepto era inexacto porque, como bien lo demostraba la obsesión del público norteamericano con su persona, él no era de los que habían admitido “ni alegre ni tristemente” su homosexualidad, y 3) le agradecía al diario la frase en cuestión “porque demuestra y resume tan a la perfección las razones por las cuales el New York Times será eternamente un mal periódico, que me ahorra el trabajo de hacerlo a mí”.

Vidal sostiene que la precipitación y la superficialidad son las enfermedades psíquicas del siglo veinte en general y de la prensa en particular. Y a continuación cuenta la técnica de Fellini para sacarles el jugo a los actores no profesionales en sus películas (“Convocaba a sus castings a los camareros y cocineros de sus restaurantes preferidos, los paraba delante de la cámara y les pedía que contaran en voz alta. Cuando por fin conseguía la expresión que quería, les decía: Di veintiocho otra vez. Y después los doblaba en la sala de edición”). Vidal revela en un mismo párrafo los inesperados talentos de la reina de Inglaterra (“Es capaz de ponerse sola una tiara de diamantes, sin espejo, mientras baja corriendo las escaleras”) y los motivos ocultos del comandante de la fuerza aérea norteamericana Curtis LeMay para oponerse a arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki (“Temía que impidieran apreciar su trabajo de triunfal devastación sobre las ciudades japonesas”). Vidal puede incluso decir cosas que parecen increíblemente inteligentes aunque no sepamos exactamente qué significan (“No fui yo quien sacó la política de la política pero fui el primero en darme cuenta. ¿Por qué? Porque la mayoría de los votantes de hoy se creen de clase media”).

Pero mi escena favorita de todo el repertorio Gore es su último diálogo con el hombre que fue su pareja durante cincuenta y tres años, Howard Auster. En realidad es casi un no-diálogo: “¿No quieres hablar?”, le pregunta Vidal, en la habitación de hospital. Howard niega con la cabeza. ¿Por qué no?, pregunta Vidal. “Porque hay demasiado que decir”, contesta Auster. Vidal baja a la cafetería. Cuando vuelve, el enfermero le dice: “Creo que el señor ha dejado de existir. Respiró hondo y de pronto ha dejado de hacerlo”. Según Vidal, “Howard tenía los ojos abiertos y brillantes y alerta. Los pulmones y el corazón tal vez ya se hubieran detenido, pero los nervios ópticos seguían enviando mensajes a un cerebro que, como dicen los que entienden, no se apaga inmediatamente. De manera que, en el final, nos miramos fijamente a los ojos uno al otro”. Llegado a ese punto, Vidal impide una vez más el encantamiento, lo quiebra a sabiendas, para ser fiel a la verdad. Dice que entonces el enfermero se echó a llorar “y yo lo envidié, porque en mi corazón se había cerrado el glaciar de mi educación WASP. Sólo podía pensar en todo lo que tardaban en venir a retirarlo”.

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