CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Los que disfrutamos con los chistes gráficos, las historietas y las caricaturas, y presumimos de un paladar bien dispuesto y entrenado para disfrutar no sólo de los consabidos Quino y Fontanarrosa sino de un espectro amplio que va de El Conventillo de Don Nicola y Afanancio hasta Rep o Gustavo Sala, sabemos que hay muchos tipos de humor y –sobre todo– agradecemos que los haya: humor blanco, humor negro, humor chancho, humor mudo, humor idiota, humor político, humor didáctico, humor absurdo, humor comprometido, humor ingenuo, humor intelectual, humor verde, humor poético, humor regional, humor porteño, humor costumbrista, humor tonto, humor agresivo, humor escatológico, humor metafísico y todos los tipos que se quieran derivar de sus mezclas en diferente proporción. Son, en su mayoría, solubles. Autores tan disímiles y talentosos como Mordillo, Max Cachimba, Topor, Copi, Landrú, Nine, Rius, Brascó, Cognigni, Steinberg, Calé o Herriman hacen o hicieron buen humor propio y diferente, dentro de un espectro amplísimo que calza en alguna de estas categorías o sus combinaciones.
En el caso particular de Caloi –Carlos Loiseau, responsable del incombustible Clemente–, dibujante y humorista enmascarado al que la Ciudad designará “ciudadano ilustre” mañana, ya hemos dicho alguna vez que lo que lo define, su aporte a la historia de la gráfica argentina, en suma, es el humor atorrante. Una categoría no muy ortodoxa tal vez, pero quién dijo que debería serlo.
Y no es cuestión de temas ni de trazos atorrantes, como sería el caso del alevoso oriental Tabaré. Ni siquiera de una necesaria condición personal. Se trata de la mirada. Y para definir la actitud o condición atorrante de la que se deriva esa mirada, mejor que hacer la lista –como Doña Petrona– de sus ingredientes, es señalar los caracteres de su opuesto: la solemnidad. El solemne cree –o aparenta– que debe convencernos de que se hace cargo de alguna tarea o misión que trasciende a su interés o gusto particular, pero que nos involucra a todos. Claro que en realidad lo único que mira es el espejo: todo solemne es un engrupido. El atorrante, en cambio, comienza por no tomarse en serio a sí mismo. Nuestro máximo ejemplar, insuperable, fue Olmedo; y a nivel universal, quien formuló el principio básico es Groucho: alguien que nunca se haría socio de un club donde admitieran gente como él...
Una aclaración acaso innecesaria: la solemnidad y la atorrantería no tienen que ver con el nivel social, ni con condiciones de clase o profesión. Un Premio Nobel puede ser un atorrante; un director técnico de la B o un portero, solemnes. Y ni siquiera los separan parámetros éticos: un atorrante suele ser un transgresor, pero no un delincuente; entre los solemnes suelen estar los más selectos criminales. Si la solemnidad no da derechos ni conlleva virtudes, la atorrantería –en cambio– sin duda limpia y desinhibe la mirada. Por eso cuando se habla de algún político atorrante, hay un error, se quiere decir otra cosa: se trata de un hijo de puta. Y eso no es chiste.
Un dato fundamental es que para el humor atorrante el chiste es un fin, un valor en sí: reírse es bueno, es sano y suficiente, no necesita de ninguna otra justificación ni permiso. Otro dato es que, sea humorista o no, el auténtico atorrante –a diferencia del boludo, del necio o del predicador– no lo es todo el tiempo. O no lo manifiesta, ya que el disimulo –la esgrima y el uso alternativo de cierta seriedad– es parte de la auténtica atorrantería. A veces el más genuino atorrante es el que sólo muestra la hilacha o ni siquiera, como aquel Dr. Merengue inventado por Divito, flor de atorrante.
Es una cuestión de “costados”: Bioy, un señorito, tenía un “costado” atorrante, como Oski o el Tano Pratt; Dolina es un atorrante con un “costado” autorreflexivo; Casero también lo es, pero tiene un “costado” con el que se hace, y Jack Nicholson se hace aparatosamente el atorrante y es probable que en su “costado real” también lo sea. Menos sutiles, algunos aparentes atorrantes de tiempo completo no lo son, o lo son sólo profesionalmente: se trata de simples farsantes. El grosero compulsivo –por ejemplo– y el solemne aparato se encuentran en el exceso, la impostación.
Por otra parte –y acaso sea lo más revelador, como bien lo ha cantado Serrat–, el ejercicio de la atorrantería tiene que ver con la amistad. Los atorrantes tienen amigos (tan atorrantes como ellos), del mismo modo que los delincuentes tienen cómplices; y los solemnes, discípulos y maestros. Por eso el humor atorrante no busca aplausos aliados, ni guiños de enterados; apela a la posibilidad de divertirse juntos, joder con cosas de uno en otros, reconocer lo de los otros en uno: compartir la risa y no necesariamente otros intereses o necesidades ocasionales.
Tal vez por eso suela ser política o socialmente incorrecto. Una incorrección que no tiene nada que ver con la agresividad o el culto aparatoso a la “transgresión”. Porque la auténtica transgresión es siempre obra de la inteligencia. El humor atorrante es más inteligente de lo que se (lo) cree.
Todo este rodeo, en realidad, sólo para reiterar un deseo antes ya formulado, pero que bien vale hacer público en estas saludables y reconocidas circunstancias: larga vida a Caloi & Clemente, viejos atorrantes.
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