› Por Mario Goloboff *
“La derecha la muerte.” Con este título encabezaba la célebre escritora francesa Marguerite Duras una de sus escasas y alarmadas notas en el diario Le Monde, cuando parecía que el poder se les escapaba ya a los socialistas, arribados al gobierno, casi milagrosamente, en 1981, de la mano de François Mitterrand, uno de cuyos primeros actos públicos fue conceder la ciudadanía a dos escapados de regímenes totalitarios, Milan Kundera y Julio Cortázar (este último venía solicitándola, sin éxito, desde hacía muchos años). Otro acto, más trascendente aún, en el país de la guillotina y los ajusticiamientos a mansalva, y contra la mayoritaria opinión de sus conciudadanos, fue la abolición de la pena capital.
La autora de Moderato Cantabile y de El amante, y del guión, entre otros grandes títulos, de Hiroshima mon amour, quien sucumbiría al cáncer y al alcohol antes de finalizar el siglo, alertaba entonces contra el desértico paisaje que se presentaría a los franceses si las maniobras políticas y el discurso de la derecha lograban imponerse en el seno de la sociedad europea: la pérdida de la diversidad, de la pluralidad, de lo multiétnico y lo multirracial, de lo multicultural, la diferencia, la contradicción, la riqueza, en fin, que es lo que hacen poderosa e irradiante una cultura, una nación, una comunidad.
No casualmente me viene ahora a la memoria aquel artículo, a la vista de estos tres (auto)decididos representantes políticos de la derecha vernácula, de sus camisas blancas, de esas corbatas lisas tan prolijas, de estos apellidos de abolengo, aun cuando provengan de la inmigración italiana y española, puesto que de dónde habrían de provenir apellidos que se quieran argentinos. Galantes, caballerescos, tan pulcros, tan higiénicos, exteriormente, aparentemente limpísimos, profunda y absolutamente vacíos, diciendo nada sobre nada, mientras, el mismo día, el alud de Tartagal arrastra barro e inmundicias, y el torrente de la miseria salta, desde Salta, a los ojos y al cuello de los argentinos, y grita todo lo que aún falta en esta tierra condenada durante décadas de explotación por parte de los hombres de ciertas clases sociales, tan bien representadas, vamos, por estos señoritos.
Los mismos que hoy, sueltos de cuerpo, alegres y modernos, proclaman que el primer y único problema de “la gente” es la inseguridad, por sobre ningún otro. No es ni el hambre, ni la desnutrición, ni la mortalidad infantil, ni la pobreza, ni la falta de agua, de cloacas, de luz, de pavimento, de vivienda, de trabajo digno, ni el analfabetismo, ni el paco, ni los embarazos de miles de niñas y de adolescentes, ni los consiguientes miles de abortos clandestinos y de consiguientes muertas, no, nada de eso es un problema tan grave como el de la in-se-gu-ri-dad. Que nos saquen lo poco, o más bien mucho, que tenemos. Ya lo dijo Jules Romains: “Situarse a la derecha es temer por lo que existe”. Y en la primera línea de un libro clásico de Simone de Beauvoir, El pensamiento político de la derecha: “Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen miedo”.
¡Qué notable! Pocos días después, en una no tan impensada, inesperada y complementaria coincidencia, ante el asesinato de su mal nombrado y mal amado florista, “la Diva”, abundante en todo tipo de bienes terrenales, da la respuesta exacta; la que ellos, todavía, no se animaron a nombrar: a la inseguridad, al delito, al robo, la muerte; a la muerte, la muerte. En esta rejuvenecida ley del talión para pantalla plana (“Los que matan deben morir”) vuelve a escucharse, como un eco esperpéntico, al célebre manco del franquismo José Millán de Astray: “¡Viva la muerte!”.
¿Será esto la derecha, mal que les pese a quienes pregonan el fin de las ideologías? ¿Su solución, en todo tiempo, para todos los problemas, es la eliminación física del otro, del distinto, del asocial, del excluido, su aniquilación, su borramiento? Para buscar otros caminos, tan complejos como el problema mismo, profundos y difíciles, están los que piensan en las causas económicas y sociales, ambientales y culturales, los que se ocupan de los derechos humanos “y todas esas estupideces”. Inocente asociación, claro está.
Como la de la segunda interrupción de Millán de Astray al discurso de don Miguel de Unamuno, en la Universidad de Salamanca, luego de aquel primer grito primitivo. Fue con otro no menos necrófilo: “¡Abajo la inteligencia!”. Pareciera haber consignas que van necesariamente juntas...
* Escritor. Docente universitario.
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