› Por Juan Forn
Alguna vez oí decir que los húngaros son los argentinos de Europa (en alusión a cómo se las rebuscaban fuera de su país, y lo parecidos que eran, en ingenio y atorranteadas por igual, a los argentos en el exterior). Desde entonces empecé a prestarles atención y a fascinarme de manera irresistible con la megalomanía de los húngaros, su desafiante autocompasión (tienen una frase en el himno que dice: “Ya hemos sido castigados por nuestros pecados pasados y futuros”), la manera en que pasan de la picardía a la épica y a la autoflagelación sin etapas intermedias. Quiero decir con esto que mi corazón está con ellos incluso cuando son víctimas de sus defectos: cualquier historia que pesco sobre Hungría o los húngaros reafirma con creces mi debilidad por ellos. Me pasó la otra noche, viendo por tele un documental sobre el famoso equipo magyar de waterpolo que participó en las Olimpíadas de Melbourne en 1956.
Por algún inexplicable motivo, los húngaros tienen un don natural para el waterpolo: desde que empezaron a practicar el deporte, a principios de los años ’30, se alzaron con cuatro oros olímpicos sucesivos. El waterpolo era el segundo deporte más popular en Hungría, apenas detrás del fútbol, y el equipo que fue a Melbourne en 1956 tenía el asombroso record de 99 triunfos en los últimos cien partidos jugados (en un minuto les digo contra quién perdieron). Como si todo eso fuera poco, a principios de aquel año irrumpió en escena un crack tan extraordinario que se ganó la titularidad en el equipo olímpico antes de debutar en la primera de su club. Su nombre era Ervin Zador y su foto con la cara chorreando sangre daría la vuelta al mundo en 1956.
Las Olimpíadas de Melbourne fueron las primeras en realizarse debajo de la línea del Ecuador. Para garantizar buen tiempo se cambió el mes de junio a noviembre, cosa que complicó el último período de entrenamiento de los atletas antes de viajar a Australia y que fue crucial para el equipo húngaro de waterpolo. Concentrados en una estación de esquí en la montaña, a un par de horas de Budapest, los jugadores no se enteraron del multitudinario levantamiento popular que forzó a los soviéticos a aceptar a Imre Nagy como primer ministro hasta que la noticia ya había llegado a todos los confines del planeta. Los soviéticos retiraron sus tanques hasta la frontera y allí se quedaron esperando órdenes de Moscú, donde Kruschev relojeaba expectante la reacción de Estados Unidos y Europa. El equipo de waterpolo, junto con el resto de la delegación olímpica húngara, fue parte de esa retirada: custodiado por el Ejército Rojo llegó hasta el aeropuerto de Praga, desde donde voló a Australia. Al embarcar en el avión, Hungría era libre. Al bajar en Darwin se enteraron de que los tanques habían entrado a sangre y fuego en Budapest y los soviéticos habían recuperado el poder. A pesar de que llevaban un mes sin entrar en una pileta cuando llegaron a Melbourne, los húngaros ganaron invictos su zona en la primera semana de competencia. Con la misma facilidad pasaron por encima a los norteamericanos en cuartos de final. Su rival en semis era la Unión Soviética. El partido se jugó al mes exacto de la caída del gobierno popular de Imre Nagy. Era David contra Goliat otra vez. El estadio estaba lleno a reventar, periodistas de todo el mundo cubrían el evento. Como si el trasfondo político no pusiera suficiente pimienta, el equipo húngaro había sido obligado durante los dos últimos años a “colaborar” en el entrenamiento de su par soviético, y en un partido preolímpico en Moscú (con un arbitraje escandalosamente parcial), los magyares habían sufrido aquella única, ignominiosa, derrota en cien partidos.
Los húngaros querían venganza a escala planetaria. Y tenían de su lado a todo el estadio, al mundo entero. En el documental que vi la otra noche hablan los siete húngaros y los cuatro soviéticos que quedan vivos de los que protagonizaron aquel duelo legendario. Los húngaros reconocen a cámara sin el menor escrúpulo que salieron a enroñar el partido desde el minuto uno. Y que el árbitro les dio un penal que no fue. Y que lo hizo repetir cuando el arquero soviético lo atajó. Y que hizo la vista gorda a todos los codazos y piñas y patadas de los húngaros y en cambio expulsó al primer soviético que devolvió una. En resumen, el partido estaba cuatro a cero para Hungría y faltaban dos minutos para terminar. El estadio vivaba en forma estremecedora a los magyares anticipando el pitazo final, cuando el cara de bebé Ervin Zador terminó de sacar de quicio al grandote Prokopov, quien alzó medio cuerpo por encima del agua y le administró a Zador tremendo ñoqui que lo mandó inconsciente al fondo de la pileta y tiñó el agua de rojo.
El árbitro tuvo que dar por terminado el partido y la policía escoltó al equipo soviético fuera del estadio antes de que los húngaros y el público se comieran crudos a los pobres ruskis. La foto de Zador saliendo de la pileta con la cara cubierta de sangre fue tapa de todos los diarios del mundo al día siguiente. Zador se perdió la final, pero los húngaros igual ganaron (a Yugoslavia) y se llevaron el oro. La mitad del equipo pidió asilo político y no volvió a Hungría. Uno de los que se rajó fue Zador, que nunca más jugó al waterpolo, o pero pudo ir a otros Juegos Olímpicos, Munich ’72, como entrenador de un nadador llamado Mark Spitz. De Spitz es la voz en off (y la producción) del documental que vi la otra noche. Se llama Freedom’s Fury y reunió en Budapest, en diciembre del 2006, cincuenta años después del mítico partido, a los jugadores de ambos bandos que quedaban vivos. Es impresionante cuando los rusos, en el aeropuerto, recién bajados del avión, se encuentran con los húngaros, que los han ido a recibir, y no saben si darse formalmente la mano o algo más. Hay un instante de vacilación general, antes de que terminen a los abrazos y a los besos, que a mí, sentimental como soy a todo lo húngaro, me hizo acordar instantáneamente a esa escena de los diarios de Sandor Marai en que describe al primer soldado del Ejército Rojo que ve corporizarse delante de sus ojos (él y su mujer están refugiados en una granja, Budapest es destruida por los bombardeos). Marai mira al soldado ruso que le apunta con su fusil y sólo atina a decir Pisatiel, que en ruso significa escritor (Marai había aprendido la palabra porque se decía que los rusos respetaban a los escritores). Después de un instante de vacilación, el soldado ruso, “con su joven cara rojiza iluminada de furia infantil”, lo deja ir. Hay descripciones que se hacen una vez y sirven para siempre. Su joven cara rojiza iluminada de furia infantil: así exactamente era la de Ervin Zador saliendo de la pileta cubierto de sangre en las semifinales olímpicas de waterpolo de Melbourne ’56.
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