› Por Mario Goloboff *
Durante el colegio secundario que sobrellevábamos juntos en el entonces inhóspito pueblo de Carlos Casares, convertido hoy en cabeza del imperio sojero más grande de la Argentina (¿de América latina?, ¿del mundo?), una celadora de cuna radical, muy atildada, muy urbana ella, doña Jorgelina McCay, solía increpar a nuestro simpático compañero Adolfo por sus malos modales e inconducta: “Así, con ese comportamiento de chacarero, nunca vas a llegar a nada”, le decía. A la vista de lo que el emprendedor Adolfo construyó después y, aun, engrandecieron sus hijos y descendientes, puede pensarse, como mínimo, que doña Jorgelina no supo leer bien aquel futuro de los Grobocopatel.
Tampoco el de otro hijo de un correligionario suyo, de irreprochable boina blanca, Oscar Terán, el mejor alumno, el mejor deportista, el mejor y más buscado amigo, fallecido hace poco más de un año, quien, luego de un breve e inexplicable paso por Odontología, se convirtió en uno de los más importantes pensadores marxistas y foucaultianos que hemos tenido en el país y en el continente. Ni el de Ernesto Silber, de familia bien conservadora, decano de la Facultad de Química y Farmacia de la Universidad Nacional de La Plata en los ya lejanos ’70, quien terminó sus días “suicidado” en una cárcel de la dictadura. Ni, en fin, el de muchos otros jóvenes de aquel sí que campesino Colegio Nacional.
La vida, suele decirse, traiciona todas las expectativas. Para bien y para mal. Por eso, desde la más lejana antigüedad, intentar presagiarla inquieta a los humanos. Los medos y los persas, los egipcios, lo hicieron, entre otras artes, con la cartomancia. Los griegos, ayudados por Príamo y Hécuba, concibieron a la desconsolada Casandra, condenada a adivinar, por la gracia de Apolo, siempre, un porvenir exacto, aunque desde antes estuviese decretado que nadie le creyera. Los romanos leían en las vísceras, en el vuelo de los pájaros: Julio César, ciertos idus de marzo y William Shakespeare (Acto III, Escena Primera) abonan esta luctuosa certificación. Los escandinavos validaban su destino en las runas; algunos orientalistas en el I Ching, otros en el Tarot. Los judíos habían sido expertos en el tema desde los tiempos más remotos: si hay algo que no falta en los libros sagrados, son profetas: los llamados grandes (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y los menores, que eran como doce y de todo carácter: serenos, atentos, reflexivos, cautos, pedagógicos, preventivos; o bien, vigilantes, admonitorios, reprensivos, represivos, vengativos... Luego, en la diáspora europea, dieron forma a la Kábala “práctica” (ya que ella “es tan antigua como el género humano” y data quizás de la época del exilio babilónico), para entender cómo y hacia dónde iba el mundo por efecto de los números que asignaban a las letras, el acomodamiento de esas letras, la disposición de las palabras, las vueltas y operaciones endiabladas que practicaban en las mismas. También el cristianismo tuvo sus vigías: el más grande, San Malaquías (1094-1148), arzobispo de Armagh, Irlanda, había vaticinado con bastante exactitud, como se supo varios siglos después de su muerte, cinco pontificados, sin quedarse corto. Gente más antigua y más contemporánea acudió y sigue yendo a otear en los horóscopos, occidentales y chinos: peces, toros y cangrejos, gatos, ratas y tigres, habitantes de la tierra y del fuego. Así como renovadas y, se sugiere, modernas lecturas, cedieron sus verdades o ilusiones a quienes aprenden ciencia en las desdichas de Edipo, víctima del oráculo de Delfos, de los manejos de su padre y, acaso, de los de su madre. Una extensa, prolongada herencia, trataría, hasta hoy (nadie sabe con qué verdaderos resultados), de interpretarlas.
Dos virtudes fundamentales recojo de este atropellado arsenal: las más serias de las predicciones, o los menos fantasiosos de los vaticinios, no son abundantes, emanan de alguien que avizoró poquísimos hechos durante toda su vida. La otra es que los mensajes más certeros nos llegan en lenguaje críptico, oculto, hermético, casi ininteligible; hay que descubrirlos, desentrañarlos, entenderlos. La causa de lo primero es simple: la escasez prohija la atención y la riqueza. Las de lo segundo son más complejas: por el carácter mismo de lo predictivo, por querer hacer presente el futuro, por querer ponerlo ya “en lugar”, sólo puede aparecer a través de signos que, aún, están por encima de lo visible y comprensible.
En la Argentina, país, como se sabe, bendecido por la mano de los dioses, nos rodean pronosticadores y pitonisas que anuncian, a cada hora, una nueva catástrofe. No cumplen con ninguna de aquellas restricciones: lanzan sus advertencias de a decenas y las formulan de un modo clarísimo y brutal (lo que hace pensar, más que en vaticinios, en amenazas), con el estilo, algo deformado, mal traducido, de lo sacro. Infortunios, plagas, azotes, calamidades, nos aguardan según ellos y, para después, los tiempos nuevos, cuando liberados de los déspotas “cruzaremos el Mar Rojo”, repartiremos el pan y la alegría. La esperanza, permanentemente, se renueva (es lo propio de las esperanzas): junio, diciembre, 2011... Vaya uno a saber... “Los acontecimientos se van a suceder de una manera tan rápida y tan fuerte que es posible que hasta estemos en elecciones anticipadas presidenciales”, sostiene últimamente una sólida esfinge. O, peor aún (siempre hay visiones más recientes), parecería que ni a las legislativas llegaremos... Otro chamán de origen serrano, lector de almas (especialmente de la del “tirano”), anuncia la debacle: “Lo digo con total convencimiento: yo creo que los Kirchner se encaminan a un Waterloo”. Mientras, por los mismos días, un doble campestre, augur de la Mesopotamia, donde, como escribía Mircea Eliade, “el poder profético emana del agua” (¿será por eso que aquélla viene caracterizándolo desde sus primeras apariciones como “divino”?) avanza, entre tantas otras desgracias, que pronto, si seguimos así, no habrá más carne ni leche. ¡Cruz diablo! Claro que, en este caso, hay por lo menos una condición: “Si seguimos así”. Por ahí, cambia...
Leer en los astros, en las líneas de las manos, en el lenguaje oculto de los jardines, en la borra del café, en los modales y hasta en los rostros parece ser un hábito de la especie, sobre todo cuando los datos de la realidad son densos y no nos satisfacen las maneras presentes de precaver, de curar, de remediar sus despojos. Pedir o aconsejar cierta dosis de racionalidad puede ser, más que paradójico, ofensivo hacia el carácter siempre incierto, por naturaleza, de lo desconocido.
En unos de sus memorables cuentos del viejo Varela (hombre de campo, si los hay), hablaba Wimpi (jugando, quizás, con Tiresias) del paisano aquél, ciego, que tenía la cualidad de anunciar la pelambre, en cuanto oía desde el rancho familiar el galope del caballo que se aproximaba. “Ruano”, afirmaba el hombre con total soltura. “Overo, doradillo, malacara, picazo.” Y también “moruno, bayo, alazán”. Un baquiano de los tantos que lo escuchaban atentamente pensó en voz alta: “De lejos... Y, además, siendo ciego ¡qué bárbaro!”. Aunque se anima a preguntar: “¿Y era así?”. “No, jamás, nunca”, contesta cabeceando el viejo. “Eso, ni de casualidad.”
* Escritor, docente universitario.
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