› Por Juan Forn
Es leyenda que sólo once personas asistieron al entierro de Marx en el cementerio de Highgate en Londres. Es leyenda también lo que dijo Engels frente al féretro: “Así como Darwin descubrió la ley de la evolución en la naturaleza, Marx descubrió la ley de la evolución en la historia”. Aunque no se conocieron personalmente, Marx y Darwin obligaron a la posteridad a unirlos: vivieron a sólo unos kilómetros de distancia durante buena parte de sus vidas, tenían conocidos comunes, los dos escandalizaron a su época, entre los papeles de Marx se encontró una nota de Darwin acusando recibo del primer tomo de El Capital en su edición alemana y, de aquellos once asistentes al entierro de Marx, sólo uno no era ni comunista ni familiar del muerto: un joven discípulo de Darwin llamado Erwin Ray Lankester.
Pero la relación entre el padre del evolucionismo y el padre del comunismo terminó de fraguar en 1937, cuando Isaiah Berlin tiró una bomba con su brevísimo pero muy citado primer libro Karl Marx, su vida y su entorno. Según Berlin, Marx quiso dedicarle El Capital a Darwin y éste le contestó por carta que valoraba el gesto pero “preferiría que el volumen no estuviese dedicado a mi persona”. La carta de Darwin continuaba diciendo: “Aun así le agradezco el honor de enviarme su libro. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos la ampliación del conocimiento y así contribuir a largo plazo a la felicidad de la humanidad”. Según Berlin, en otra parte de la carta podía entreverse el motivo que llevaba a Darwin a rechazar la dedicatoria: “La argumentación directa contra el teísmo en general y contra el cristianismo en particular rara vez cumple el efecto que se propone sobre el público. La mejor manera de promover la libertad de pensamiento es mediante la iluminación gradual de las mentes a través de los avances de la ciencia”. Berlin veía allí una alusión directa de Darwin a la archiconocida frase de Marx: “La religión es el opio de los pueblos”.
Curiosamente, Darwin casi no sabía alemán, el ejemplar de El Capital hallado en su biblioteca sólo tenía cortadas las hojas hasta la página 105 (las restantes ochocientas, incluyendo el índice, no fueron siquiera hojeadas) y la famosa frase de Marx sobre la religión no está en El Capital sino en su Contribución a una crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Por si todo eso fuera poco, Marx sólo admiró por breve tiempo a Darwin: poco después de leer El origen de las especies, descubrió la obra de un tal Tremaux y le escribió entusiasmadísimo a Engels que ese tipo iba mucho más allá que Darwin (Engels, que sabía bastante más de ciencias naturales que Marx, lo convenció con esfuerzo de que el francés Tremaux era un chantapufi).
Pero, como Isaiah Berlin fue una de esas luminarias que parecían saberlo todo, el equívoco sobre la dedicatoria rechazada se mantuvo durante más de medio siglo: hasta los biógrafos de Marx y de Darwin lo repitieron como loros. Incluso hubo quien interpretó el hecho de manera delirante: un tal Schlomo Avineri escribió un ensayo en Encounter, la revista inglesa financiada por la CIA, sosteniendo que el plan de dedicarle El Capital a Darwin era una elaborada broma de parte de Marx; y el cavernario Paul Johnson escribió que lo que Marx le propuso a Darwin era un pacto con el diablo, que éste educadamente rechazó “como el caballero que era”.
Hasta el fin de su vida Berlin se asombró, con el histrionismo que lo caracterizaba, de que siguiera reeditándose y tomándose en serio su librito sobre Marx, pero murió sin enterarse de la magnitud de la gaffe que había cometido. Lo que se sabe hoy es que Berlin, además de haber leído menos de El Capital que el propio Darwin (como él mismo confiesa en sus diálogos con Michael Ignatieff: “A Marx le hacemos el honor de atacarlo pero no de leerlo”), citó en su libro dos cartas distintas de Darwin como si fueran una sola. Lo hizo involuntariamente, por supuesto (era joven, era su primer libro). Pero tuvo la mala suerte de que una de esas dos cartas de Darwin no estaba dirigida a Marx. La historia es así: en 1895, a la muerte de Engels, Eleanor Marx recibió las cartas y manuscritos de su padre y continuó la tarea de ordenarlos con ayuda de su amante, Edward Aveling. Este tipo Aveling había escrito en 1880 un librito de divulgación sobre el evolucionismo (The Student’s Darwin) para la Biblioteca Atea Libertaria de Annie Bessant. Aveling quiso dedicarle el libro a Darwin y le escribió; Darwin se opuso, educada y firmemente. Esa carta (sin sobre, escuetamente encabezada “Dear Sir” y sin ninguna mención explícita al libro en cuestión) fue traspapelada por Aveling y quedó anónimamente en el Archivo Marx, hasta que Berlin “la descubrió” en 1937.
Pero incluso desactivado el equívoco generado por la dedicatoria, quedaba todavía un eslabón perdido en la relación entre Marx y Darwin: ¿qué hacía en el entierro el biólogo evolucionista E. Ray Lankester, el único de los once asistentes que no era ni familiar de Marx ni comunista? La pregunta obsesionó tanto al gran Stephen Jay Gould que en su último libro (Acabo de llegar, entregado sólo semanas antes de morir en el 2002) ofrece la única biografía de Lankester llegada hasta nosotros. E. R. Lankester era, el año en que enterraron a Marx, el principal discípulo de Darwin y biólogo de mérito propio a pesar de su juventud. Llegaría a ser titular de la cátedra de Anatomía Comparada en Oxford, miembro de número de la Royal Society y director del British Museum, el puesto más poderoso y prestigioso de su tiempo. En 1880, año en que conoció a Marx, el joven Lankester venía de desenmascarar en público al falso médium espiritista Henry Slade. A continuación había viajado a París, dispuesto a hacer lo mismo con Charcot, creyendo que usaba los mismos trucos que Mesmer (en cambio, se hicieron amigos para siempre). Lankester era joven, era peleador, era un racionalista extremo, y Marx en sus últimos años prefería los jóvenes a sus viejos amigos (con quienes discutía amargamente por cualquier cosa). Ese es el Lankester que estuvo despidiendo a Marx aquella mañana helada de marzo de 1883.
A Lankester nunca se le conocieron simpatías de izquierda, ni entonces ni después. Al contrario; con el tiempo se volvió cada vez más retrógrado. Opositor al voto femenino, crítico despiadado de la democracia (“No se puede ni guiar ni ayudar al populacho en su impotencia ciega”), solterón empedernido, confidente en sus últimos tiempos de la gran bailarina Anna Pavlova, epítome del homosexual reprimido victoriano, Lankester terminó sus días escribiendo pomposas columnas semanales de divulgación científica en el Times de Londres. Y nunca, nunca en su vida le dijo a nadie que había frecuentado a Karl Marx en sus últimos años y que era uno de los once que estuvieron en su entierro. No se lo mencionó ni siquiera a uno de sus ex alumnos preferidos, el legendario pionero de la genética J. B. S. Haldane, que fue toda su vida un fervoroso comunista.
Cuando se cumplieron cincuenta años del entierro y el Instituto Marx-Engels de Moscú le escribió pidiéndole su testimonio (Lankester era el único de los once asistentes que quedaba con vida), respondió que no tenía ningún comentario personal que hacer sobre el asunto. Y se murió ahí nomás, en 1934. De manera que la única persona en el mundo que conocía a Marx y a Darwin se llevó a la tumba sus impresiones sobre ambos. Y esto es lo que el pobre Stephen Jay Gould, que según propia confesión se pasó media vida obsesionado por ese enigma, logró descubrir antes de irse él también al otro mundo. Por allá andará, seguramente, persiguiendo sin cuartel a Lankester para que le hable aunque sea un poco de Darwin y de Marx.
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