› Por José Pablo Feinmann
No habría que olvidar a Alberto Fischerman. Su primer film lo lanza como un renovador de una cinematografía sin demasiadas osadías. The players vs. Angeles caídos gustó mucho: aparecía un joven renovador, que se animaba a cosas raras, pocos habrían de ver la película pero era un camino abierto. Algún tiempo después, Fischerman haría un nuevo experimento. Una memorable, fascinante aventura que entremezclaba el cine con la gran música. Se llamó: La pieza de Franz. No trataba sobre un tipo de nombre Franz que se alquilaba una pieza para estar tranquilo y escribir o tocar el piano o llevarse algunas chicas de vida errática. No, la pieza de Franz era la Sonata en Si menor de Franz Liszt, una de las más altas creaciones del genio humano. Joven, culto, Fischerman, adornado por el aura de geniecillo rebelde y travieso que su opus anterior le había otorgado, se largó a la difícil tarea. Lo llamó al pianista Jorge Fontenla, de moda por estos lares durante esos años. ¿Cuáles eran esos años? Si The players... es del 11 de junio del ’69, La pieza de Franz se mete de lleno en los primeros años de la década del ’70. “Jorge –le dijo a Fontenla–, ¿podrías tocar la sonata de Liszt?” En un arrebatado acto de coraje, ese que se necesita para abrazar cualquier causa imposible o, sin duda, improbable, Fontenla le dice que sí. Listo: Fischerman le pone una polera blanca y lo sienta al piano. “Si errás una nota no te calentés. Lo arreglamos en montaje.” ¿Por qué quería Fischerman filmar la Sonata de Liszt? Porque hay en ella rayos y tormentas a granel. Y está Dios. Y están las danzas más frenéticas del Diablo. Y está el misticismo de Liszt, que llegó a ser extremo. Y, en fin, no hay nada que falte. La llama a Ana María Stekelman: “Bailá con libertad, Ana. Bailá lo que se te ocurra. Yo te filmo”. Sólo restaba algo. Hija del romanticismo más extremo, la sonata no podía sino ser hija de la Revolución Francesa. Fischerman no pone en escena a los asaltantes de la Bastilla, al pueblo pobre del país condenado por Marie Antoinette a comer pasteles, no pone a los jacobinos, ni a Robespierre, ni a Saint-Just, ni a la guillotina. No, hoy, para Alberto, la turbulencia de la Sonata de Franz se dilapida por las calles de Buenos Aires. El, que habrá de ser un alfonsinista casi insoportable durante el llamado “retorno de la democracia” (ustedes disculpen, pero no hay que mentir: la democracia retornó con Cámpora, acaso mal, con muchos conflictos, pero durante los meses de Cámpora se leyó todo lo que estaba prohibido en Buenos Aires y las películas se exhibieron sin cortes: por fin, como correspondía, vimos escenas tórridas en los cines y –vaya sorpresa– Lucifer no se adueñó de nuestras almas como sostenían los católicos de las Comisiones de censura, el Diablo se los lleve), elige a las manifestaciones de la Juventud Peronista para ilustrar los pasajes más tumultuosos de la Sonata de Liszt. ¿Qué quiero decir con esto? Hermanarme con Alberto: él también había sido herido por “la pieza de Franz” para toda su vida. Yo la escuché, por primera vez, en mi casa de Belgrano R. Mis viejos no estaban, salían a menudo. Solo en el living, al lado de la estufa de antracita, porque era una noche fría, junto al combinado, espero la parte final del concierto de Arrau. De pronto escucho: “Tum... Tum...” –¿Qué era eso? ¿Cómo una sonata –y de Liszt– podía empezar así? Era una octava en Sol en la mano derecha y una nota (también en Sol, pero muy grave) en la izquierda. Después, una especie de escala descendente lenta, lúgubre, que llegaba otra vez al punto inicial: “Tum... Tum...”. Y de pronto –escapando violentamente de ese Lento assai– un Allegro enérgico que expone el tema madre de todos los demás. ¿Cuántos temas tiene la Sonata de Liszt? Dura más de treinta minutos. Debiera apelar a unos cuantos. No, Liszt era el genio de la transformación temática. Si uno toma sus dos conciertos para piano lo puede comprobar. Sobre todo el N° 2 (para muchos inferior al brillante N° 1), que pareciera desarrollar una sola melodía. “Una gran melodía”, según algunos. Pero una sola. El N° 1 acude a un par de temas diferenciados. Pero, obstinado, deseoso de mostrar su infinito arte para la transformación temática, es muy poco lo que Liszt agrega. Podría decirse que –a partir del segundo movimiento– no aparecen temas nuevos. ¿Cuántos movimientos tiene esta sonata (la en Si menor) que pareciera tener uno solo? Algunos dicen cuatro. Patrañas. Sólo han de ser dos. El dotadísimo pianista Sergio Tiempo ha prometido demostrarle a su padre (Martín, gran amigo mío y como un hermano de Argerich) que todo se reduce a un solo tema y a la habilidad sobrehumana de Liszt para transformarlo.
¿Por qué ocuparse de la Sonata de Liszt? Tiene lugar durante estos días la Feria del Libro y yo –desde hace años– digo que mi propósito es “escribir como Martha Argerich toca el piano”. Tal vez sea un propósito descomedido. Sé que uno está perdido de antemano: ningún arte puede compararse con el de la música. La Sonata de Liszt trabaja sobre los límites, sobre el desborde. Argerich también. Su versión es perfecta porque la pasión del compositor se entrelaza con la del intérprete. La técnica también. No dudo de que, de haberla escuchado, Liszt habría sentido que –por fin– alguien le daba a su sonata toda la pasión que reclama, todo el misticismo, el lirismo, las sombras del final y habría –con la destreza inusitada, asombrosa, del dotado por los dioses y los demonios de la música– abordado con la garra, la brillantez y el coraje extremo ante el peligro extremo los pasajes en que la sonata reclama la infinitud del vértigo. Sobre todo el número 7 (Allegro energico, ¿existe algún pasaje en toda la música que el ser humano ha compuesto más fogoso que éste?) y el número 10 (Stretta cuasi presto-Presto-prestísimo, cuya notación nos libra de cualquier comentario, salvo que, aquí, las octavas de Argerich tienen una velocidad, un timbre y una limpieza que Franz habría admirado y agradecido). Sé que es imposible proponerse en literatura algo así. Sé que es un poco insensato que uno se lo proponga en cualquier cosa que haga. Pero no hay que proponérselo para necesariamente alcanzarlo y, si no, hundirse en la melancolía. Hay que codearse con la grandeza y tratar de llegar a ella. Si no podemos, no podemos. Pero, ¿por qué no hacer la prueba? Quiero decir: o uno se siente con las fuerzas como para cierta luminosa vez acercarse a eso, o busca por otro lado. Porque no se puede jugar a ser un artista. Hay que trabajar mucho (Liszt era un titán del trabajo, del estudio), hay que calibrar con precisión, descarnadamente las propias fuerzas, el propio talento, si es que existe. Ya que tal vez sí. Pero posiblemente no, por más que se lo busque. Una punta para describirlo es la destreza. Argerich, en el jardín de infantes, antes de cumplir tres años, tocaba en el piano las melodías que le escuchaba a la profesora de música, mujer que, sabiamente, llamó a su madre y le comentó el hecho. La madre le compró un piano de juguete, que la niña destrozó en tres días. Luego le compraron un piano de verdad. Tenía, aquí, tres años. A los siete debutó con la orquesta de Radio el Mundo tocando el N° 1 de Beethoven. De acuerdo, no hace falta tanto. Pero algo de eso tiene que asomar en los años tempranos o en algún momento. En literatura hay escritores que se pasan tres días o una semana con diez líneas y lo que sale es un mamarracho en el que, sobre todo, se nota la torpeza. Uno los lee y se cansa. Le trasmiten el esfuerzo que hicieron para escribir cuatro o cinco líneas. Hay prosas ágiles, que se deslizan. Te atrapan, te llevan. A mí no me cae bien que todo el mundo quiera escribir. Es un oficio para muy pocos. Lean a Stevenson. Lean a Sarmiento. Lean a Balzac. A Dickens. Eran genios, la varita de los ángeles buenos de la literatura se había posado sobre ellos. Si no lo hizo sobre otros, siempre se puede buscar por otra parte. Todos traen un don a este mundo. No es bueno insistir en uno que no se tiene. Un arte en el que sólo llegarán a ser correctos. Friedrich Gulda, en Viena, era el maestro de la muy joven Argerich. Le encargó que preparara Gaspard de la Nuit de Ravel, una partitura rompededos. Marthita se la llevó y en tres días la tocó íntegra. Gulda apenas pudo murmurar: “¿Cómo pudiste? Es una partitura muy difícil”. “Ah –dijo Martha–, pero usted no me lo dijo.” Jacqueline Dupré tenía un maestro al que llamaba “Daddy Cello”. Le encargó el concierto de Saint-Saens. Y le dio una semana de tiempo. Jacqueline se lo llevó a los cuatro días. Esa magia, ese don, no es todo. Después viene el trabajo. Pero si no se tiene eso o una buena parte de eso, raramente se llega a las alturas. Admito, de todos modos, la otra posibilidad: la del artista empeñoso, no inmediatamente dotado, pero sí poseído por la pasión, por la persistencia del trabajo, de la búsqueda, el artista que consigue ir más allá de sí y se sorprende y nos sorprende: su genio no estaba a flor de piel. Requería una búsqueda laboriosa que él llevó a cabo y dio sus frutos, para alegría de todos. El talento o –si arriesgamos esta palabra poco aconsejable– el genio caminan por el filo de la navaja. Un gran maestro puede descubrirlo. Un gran discípulo puede alcanzarlo. Pero abajo no hay red. Está el abismo. Muchos caen y no vuelven. Otros sí, y ese regreso es una de las grandes historias de la condición humana, de las mejores para ser narradas.
Fue a Schumann a quien Liszt dedicó su sonata. Eran tan distintos. Estaba lleno de genios en esos tiempos. Aproximadamente en 1810 habían nacido Liszt, Mendelsshon, Chopin y Wagner. Tuvieron grandes conflictos entre ellos. Brahms siguió la tradición beethoveniana. Liszt y Wagner se deslumbraron mutuamente. Schumann era extremadamente generoso. Quedaba bien con todos. “¡Descubríos, señores: he aquí un genio!”, dijo a un auditorio que apenas si había escuchado a un jovencito tocar unas poco trascendentes Variaciones sobre Don Giovanni. Era Chopin. Pero hasta la misma Clara Wieck –la genial pianista esposa de Robert– comentó: “A Robert le gusta tanto descubrir genios que suele apresurarse”. Luego, con Brahms, optó por disminuirse. Prefería decrecer con tal de que Brahms brillara con más fuerza. Acaso ya estuviera un poco loco. Porque la locura, entre tantos genios, andaba de un lado para otro.
Desde que la escuché por Arrau me propuse llegar alguna vez a plasmar una obra semejante. Richard Strauss le dijo al pianista Wilhelm Kempff (un culto y refinado pianista alemán capaz de equivocarse en una escala): “Si Liszt no hubiera escrito más que su sonata ya tendría un lugar en el Parnaso de los más grandes”. Pero Liszt escribió mucho más. De esas obras que nadie escucha (Años de peregrinaje, La lúgubre góndola) se han nutrido los grandes compositores que le siguieron. Inventó el atonalismo. Sí, antes que Schoenberg. Acaso fue una travesura pero ahí está, es muy buena y es completamente atonal. Se llama Bagatela sin tonalidad. Y tiene otras.
Su sonata marcó mi vida. No siempre la puedo escuchar. Reservo mis momentos. ¿Las mejores versiones? Los especialistas señalan las dos de Arrau (1970, 1985). La del abrumadoramente genial pianista soviético Sviatoslav Richter (1965) y la que Martha Argerich, en 1971, plasmó para la eternidad. (También están las de Horowitz –¿cómo iba a faltar?–, la de Emil Gilels –que hace prodigios con su don celestial para las octavas– y la de Pollini, que nunca me entusiasmó. Aún no he escuchado la de Pogorelich, pero pienso hacerlo cuando antes. ¿La mejor de todas? La de Martha Argerich. No puede existir algo más perfecto, más apasionado, más lisztiano. Sus octavas son como un alud o como una metralleta. Los pasajes líricos son eso: líricos, pero sin exagerar. La fuga, formidable. Y la nota final. ¡Ah, la nota final! Cuántas discusiones. Liszt decide terminar la Sonata, no con tono elevado, en acordes mayores, triunfales, sino sombría, lenta, apagándose. Hizo la otra versión –la espectacular– pero, por suerte, la desechó. La Sonata sólo podía terminar como termina. En la partitura marca: LENTO ASSAI. Redoblan los tambores fúnebres. Una sola nota cierra esa epopeya de miles. Es una semicorchea. En esto se fundamentan los que la tocan seca, breve. Como un final corto, como la banalidad, la intrascendencia de la muerte. Pero esa corchea está seguida por dos signos que indican mantener su sonido. De modo que también puede leerse como una nota (un Si menor, justamente) que se prolonga, baja, oscura, como la tapa de un ataúd que se cierra. Arrau la toca secamente, en el mismo estilo con que la sonata abre. Pero Argerich –espíritu romántico– la prolonga. Uno sabe que nunca podrá hacer algo así. Ante todo, porque el arte que practica no alcanza las alturas que el de la música. Heidegger, huyendo de las Comisiones Investigadoras, en 1945, buscó refugio en casa de una amiga. Ella le hizo escuchar una sonata “póstuma” de Schubert. Heidegger comentó: “No podemos hacer esto con la filosofía”. Pero nada nos libera de seguir intentándolo.
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