› Por Sandra Russo
El humor político televisivo funciona siempre y funciona mucho en todas partes, en cualquier época. El humor político es uno de los síntomas más fuertes de libertad de expresión. Las dictaduras no toleran el humor político. No se quejan de él. No lo refutan. Lo prohíben. En estos días se pudieron ver, como parte del operativo de prensa montado alrededor de Gran Cuñado, imágenes de archivo de muchos de los imitadores que en los últimos años tomaron rasgos físicos y muletillas de presidentes o ministros. Cuando esas caricaturas audiovisuales superaron en visibilidad a quienes las habían inspirado, después el hombre o las mujeres reales parecían a su vez imitadores de su propia imitación.
La imitación ha sido tomada durante estas últimas décadas, genéricamente, como humor político. Pero en el territorio fundante del humor político televisivo sigue reinando Tato Bores, cuya herramienta nunca fue la imitación, sino el lenguaje. Sus monólogos eran radiografías caricaturescas de la realidad que los espectadores palpaban en la realidad. El talento de Tato radicaba en correr de registro la realidad, en leerla en modo oblicuo. El humor brotaba en las contradicciones, en los remates descolocados, en la incertidumbre del monologuista, en las complicidades con el público.
Estamos muy lejos de encontrar otro Tato Bores. Estamos lejos, también, de que la televisión de hoy le dé cabida a un talento como fue Tato Bores, si es que asomara. Hoy el rasgo principal del humor político consiste en simplificar el género, que siempre funciona tanto, con caricaturas vivientes que emiten muletillas y son festejadas cuando el público “reconoce” al personaje real.
La televisión de hoy no permitiría un emergente, si lo hubiera, del humor político que cultivó Tato Bores, cuando todavía la televisión no había desarrollado y puesto en marcha todos sus atributos de manipulación política. Las nominaciones y sentencias de un presunto “voto telefónico” no fueron tales, porque el programa fue grabado. Pero el “Cristina, estás sentenciada” quedó vibrando como un veredicto, cuando fue nada más que un gag de producción, un remate del guión.
¿Cuánta libertad de prensa habrá en los canales de televisión ahora? ¿Cuánta mutiplicidad de ideas, que es lo que supone la libertad de prensa, se estará convirtiendo en una sola voz continua que ve las cosas de un solo punto de vista? ¿Hasta qué punto en América alguien puede ser crítico con Francisco de Narváez y en Canal 13 con Reutemann o un gran ruralista? La televisión, como gran parte de las emisoras de radio, se han convertido en dispositivos de disciplinamiento de la opinión pública. No hay voces discordantes ni periodistas molestos para el discurso hegemónico de los grandes y pequeños grupos.
La operación de Tinelli, esta vez, cruza del 13 a América, todos los días, sin falta, con Jorge Rial midiendo el minuto a minuto de Gran Cuñado y dando los resultados como si fuesen los electorales. Así, la televisión es nuevamente su propia caja de resonancia, más potente que cualquier spot, más impune que cualquier spot, más perversa que cualquier spot. El discurso que no tienen los personajes de Gran Cuñado se lo ponen las decenas de conductores y presentadores que al día siguiente comentan Gran Cuñado.
El vertiginoso, consistente monólogo de Tato se ha convertido en una masa informe de comentarios sobre el programa de Tinelli que se incrusta en el aire que respiramos todos, los que elegimos ver o no ver ese programa. La masa de comentarios es una nube discursiva de la alta densidad de boludeces y prejuicios. Ese es el texto del humor político de Gran Cuñado. La resaca de comentarios gomazos que distraen la atención del público de los discursos reales de los protagonistas.
Tato Bores nunca se alejaba de los discursos reales de los protagonistas. Precisamente a la inversa, su disparador era la palabra que había quedado flotando, la interpretación de un conflicto, los temas que eran de máximo interés en cada época. Tato Bores hacía un humor político que partía del respeto íntimo del actor a la política y un testimonio de su fe democrática. Lo de Tinelli es más Tinelli, una vuelta de página más del universo gomazo en el que todo y todos son lo mismo, materia prima de minuto a minuto, pasto para el chiste que circula como si quien lo emite fuera un desodorante de ambiente colectivo. Pero el problema es que Tinelli es parte de la polución.
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