Mar 12.11.2002

CONTRATAPA

Platito

› Por Antonio Dal Masetto

Parece que la crisis de pareja alcanzó niveles sin antecedentes y todo haría suponer que va en camino de agravarse. Tengo una clara señal del problema esta tarde, cuando me siento en una confitería y en la mesa vecina hay seis señoras tomando el té. Lindas señoras. Un ramillete de bonitas señoras. Hablan en voz alta así que no puedo evitar escuchar la conversación. Más que hablar se quejan. Son voces acongojadas que terminan en llanto. Y la frase que aparece todo el tiempo es:
–Ya no hay hombres.
Cada una expone su drama, la última relación, la mala suerte, la indiferencia, el egoísmo y las canalladas del fulano. Se lamentan por los fracasos pasados y se lamentan por la imposibilidad de establecer una nueva pareja. Probaron de todo: retomaron los estudios en la universidad, recorrieron los boliches de moda, acudieron a las academias de tango y de salsa. No les queda nada por intentar.
–Ya no hay hombres –repiten.
Lloran. Las lágrimas no se deslizan por las mejillas, sino que salen disparadas de los ojos como de un surtidor y van a caer en las tazas de té. En realidad son cinco las que se quejan y lloran. La sexta permaneció callada todo el tiempo. Es una morena delgada y de expresión serena.
–Chicas, chicas, paren la mano –interviene finalmente la morena delgada–. Están haciendo mal las cosas, ustedes tienen una visión errada del tema; la ciudad está llena de hombres y la mayoría disponibles. Los hombres están donde estuvieron siempre, solamente hay que saber atraerlos. Hace muchos años, pero muchos, que prácticamente no paso un día y una noche sola, y les puedo asegurar que cambié y cambio muchos compañeros, se va uno y aparece otro.
–¿Cómo hacés? –preguntan las otras secándose los ojos con las servilletas.
–Presten atención que les paso la receta. Como primera medida, siempre tengo un cartón de leche en la heladera. Apenas quedo sola, quiero decir cuando el último hombre que pasó por mi casa acaba de partir, saco la leche y pongo a entibiar un poco. Luego la vuelco en un platito. Utilizo un lindo platito, de ésos con flores esmaltadas. Agrego una cucharada de azúcar y revuelvo. Después entreabro la puerta y coloco el platito cerca de la entrada, del lado de adentro. A la manija le ato un piolín que mediante un dispositivo muy sencillo cerrará la puerta apenas le pegue un tironcito. Y me pongo a esperar. Nunca tengo que esperar demasiado. En cualquier momento uno asoma la cabeza, descubre la leche tibia, entra con pasos cautelosos y se pone a lamer. En ese momento tiro del piolín, la puerta se cierra y una vez que está adentro, listo. Te pueden tocar gordos, flacos, jóvenes, maduros. Algunos vienen lastimados, otros son un poco ariscos. Yo les tengo cariño a todos. Lo que quiero transmitirles, chicas queridas, es que la ciudad está llena de tipos necesitados de que le rasquen un poco la cabecita y le hagan unos mimos. Pongan en práctica mi método y nunca más van a dormir solas. No es que les vayan a durar para siempre. Algunos se van solos después de un tiempo, a otros hay que llevarlos del brazo para invitarlos a salir por la puerta por la que entraron. Y después de nuevo a calentar la lechita.
–Ya mismo corro a casa a fijarme si me queda leche en la heladera y si no me voy al supermercado –dice una.
–Yo también –dicen las otras. Pagan, salen, las miro despedirse en la vereda con besos apresurados y partir veloces en distintas direcciones. Me quedo pensando que el método seguramente se difundirá y dentro de no mucho tiempo la ciudad brindará a los desangelados caballeros que la transitan la posibilidad de cientos, de miles de puertas entreabiertas con el plato de leche esperando un poco más allá del umbral.

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