Jue 11.06.2009

CONTRATAPA

Colectivos

› Por Noé Jitrik

Uno de los rasgos más notables de los relatos de Julio Verne es que casi siempre se trata de la constitución de un equipo o, dicho de un modo menos deportivo, de un colectivo. Como corresponde a un escritor de inspiración romántica, pese a su imaginario constructivista, las cualidades personales de un grupo de personas que se encuentran en una situación de riesgo se conjugan para enfrentarlo y por lo general la fórmula es fecunda: el colectivo se forma, lo individual no es depreciado y el éxito corona una empresa cuyos rasgos son definidos por un conductor, aceptado por todos; con ese apoyo, el conductor no se equivoca nunca, nadie le socava el poder que le ha sido otorgado y todo termina bien, triunfo de un espíritu propio de una época, por añadidura ávida de invenciones y de iniciativas pero también de personalidades individuales.

La literatura abunda en situaciones en las que igualmente se trata de conformar un colectivo; no siempre el proceso tiene las características que se encuentran en Verne; en la interesante novela El señor de las moscas, de William Golding, un grupo de niños se encuentra en una selva desconocida y hostil, llena de amenazas; todos comprenden que deben hacer algo juntos para no perecer, pero bien pronto las voluntades se disparan, quienes pueden liderar son combatidos, el grupo se divide y cada subdivisión se subdivide a su vez, y de este modo, la catástrofe no tarda en producirse.

¿Qué quiere decir esta diferencia? ¿Que en el siglo XIX era más fácil que en el XX constituir colectivos en medio de la selva? ¿Los escritores del XIX representaban fielmente lo que necesitaban sus sociedades, que era concentrar esfuerzos y dirigirlos a finalidades precisas, mientras que los del XX, igualmente fieles observadores, registraban una imposibilidad social de parecidas concentraciones? ¿A nuestra época no le gusta que se formen colectivos eficaces y, al contrario, le gusta la frustración y el fracaso?

La literatura, otra vez, es fecunda en la presentación de tales situaciones. En una novela de Stephen King, un grupo de personas que están en un supermercado, asediadas por unas máquinas enemigas, intentan organizarse, pero casi de inmediato las sospechas y los personalismos los ponen al borde del exterminio; y puesto que hablamos de exterminio, algo semejante ocurre en la película de Buñuel El ángel exterminador: los personajes admiten que no pueden salir de la casa y que deben hallar la forma, pero hasta que no llega un Deus ex maquina no logran ponerse ni mínimamente de acuerdo. De inmediato, desde luego, cuando se produce el suspiro de la liberación, se olvida lo que costó ese acuerdo, la dificultad de constituir el “colectivo”. ¿Por qué esa dificultad?

Si consideramos una situación simple, un grupo de jóvenes que quieren hacer una revista literaria para empezar a foguearse, pasa algo similar; todos coinciden, con fervor, en lo bueno que será encontrar un camino adecuado para lograrlo; todos están de acuerdo y designan a uno de sus miembros para encabezar la empresa: suele ser el que mejor expresa el deseo de todos, pero no tarda demasiado tiempo en sobreponer su deseo al deseo de los demás y, en consecuencia, los demás se rebelan, se insurgen, se separan y fundan, por lo general, otra revista, con un nuevo vocero, casualmente el que se levantó contra el primero.

Algo no muy diferente ocurre con los grupos que se destinan a hacer política: comprenden que hay que construir un colectivo y le otorgan la voz cantante al que mejor expresa las ideas de todos; tan bien las expresa que las de los demás empiezan a palidecer hasta que no aguantan más, se sienten sofocados, reprimidos e intentan separarse; si el grupo no ha acumulado suficiente poder pueden irse y armar un nuevo colectivo, pero si hay de por medio una cuestión de poder no es tan fácil, la historia muestra cuánta muerte se produjo cuando la disidencia intenta manifestarse: el nazismo y el stalinismo son excelentes ejemplos de esta limitación, pero no son los únicos episodios históricos, la historia es rica en experiencias nefastas de ese tipo, la Inquisición, los conflictos monárquicos, la ética de ciertos grupos guerrilleros, las Academias y toda clase de instancias en las que quienes detentan el poder se reservan todo el derecho a la enunciación y consideran traidores a quienes intentan recuperar el sentido originario de la conformación del colectivo o simplemente no soportan la voz cantante o consideran que se han extraviado los principios fundadores, a veces con razón, a veces sin ella.

En todos los órdenes esta situación se produce, pero donde es más dramática es en el plano social y político; ahí se podría entender un poco más esa misteriosa, inexplicable tendencia que altera y esteriliza toda formación de grupos cuyo punto de partida puede haber sido una inteligente comprensión de intereses y de objetivos comunes; así, un conjunto de sujetos conscientes de una necesidad social que los interpreta y les permite trascender se reúne, reina el entusiasmo y la simpatía, todos se disponen a entregar lo mejor de sí, no hay inconveniente en distribuir responsabilidades y en reconocer competencias, pero muy pronto, sobre todo si hay de por medio una cuestión de poder aunque sea sólo enunciativo, comienzan las disconformidades, en lugar de dirigir la imaginación hacia procedimientos más eficaces para lograr mejores resultados de una acción el tiempo útil se disipa en la exhibición de desconfianzas, en la exigencia de rendición de cuentas, en el examen de intenciones, en principio siempre perversas, hasta culminar en la división, el antagonismo y la parálisis.

Un lugar muy característico en el que tiene lugar una dramática semejante es la “asamblea”, sea cual fuere el motivo que le da origen, convocatoria espontánea a miembros de un sector social frente a un problema que individualmente no podría ser resuelto, respuesta a una exclusión que afecta a un grupo grande de personas, necesidades institucionales de distribuir responsabilidades, instancia suprema de resolución de problemas que afectan intereses y seguramente otras muchas motivaciones. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea la asamblea que surge de la Revolución Francesa, se sabe a qué extremos llegaron sus integrantes en cuanto a cortar cabezas, pero no menos ilustrativo es lo que ocurre en las asambleas estudiantiles o en las populares, donde al comienzo los motivos para su reunión son generosamente compartidos y, poco a poco, inexplicablemente, el aquelarre, la invalidación. Ni hablar de las asambleas de propietarios de un condominio, su soberanía termina por ser un trapo sucio arrugado por la interrupción, la histeria y la rápida ofensa.

En cuanto al “colectivo”, se diría que la necesidad o la aspiración a conformarlo descansa en que lo que no puede ser resuelto por un “ejecutivo”, ya sea porque existen límites a su competencia o ya por la perplejidad que de pronto puede acosarlo frente a un problema que lo supera, que debe ser solucionado por la totalidad de sus miembros pensando juntos, discurriendo en conjunto y proponiendo algo superior. Pero no es fácil que esto ocurra, al cabo de un tiempo –en las Asambleas es muy breve– las reuniones se convierten muy pronto en escenarios de disputas incomprensibles, las voces se elevan y los que las tienen más bajas renuncian y dejan libre el terreno a quienes hablan más alto o bien a quienes aguardan con paciencia que se muestre una vez más que hacer funcionar un colectivo es una ilusión democrática destinada inevitablemente al fracaso.

¡Menudo tema! A la vuelta de la disolución del colectivo está esperando, paciente y solapado, el autoritarismo. Curiosamente, quienes contemplan la ruina de ese colectivo que quisieron fundar admiten el autoritarismo con tristeza, sin duda, pero también con resignación. O acaso con la obstinada esperanza de una nueva posibilidad, de crear un grupo político, de fundar una revista, de solucionar un problema barrial, de reparar un edificio o, en fin, de ver, alguna vez, que un colectivo funciona y no oprime a nadie y en el que todos pueden ser quienes son, sin perder nada de lo propio ni ganar a costa de la derrota de otros.

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