› Por Eric Nepomuceno *
Por estos días hubo ventarrones fuertes, nacidos de ciclones que se levantaron sobre las aguas del Atlántico, algunas millas en el mar abierto frente a la ciudad de Río de Janeiro. Surgieron olas de más de tres metros de altura sobre las playas de Ipanema y Leblon, que atrajeron turistas cautelosos en la costanera y surfistas osados en el mar. Algunos pocos despistados padecieron las consecuencias de su distracción y volvieron a casa empapados de la cabeza a los pies. Caetano Veloso, por ejemplo, se puso de espaldas al mar, cerquita de la arena, para ser fotografiado para un reportaje. No se dio cuenta de la ola que crecía ni del chorrazo de agua que se armaba y explotó sobre su delgada figura. Supo reírse de su desatención y el incidente no llegó a ser noticia.
La verdad es que últimamente olas inmensas no son novedad en los otoños e inviernos de Río. No por ellas este invierno quedará en la memoria como un tiempo perverso. Hay otras noticias, más duras, que mantienen incólume una de las grandes características de la realidad brasileña: la de contrastar al mismo tiempo maravillas y horrores, las alegrías de la vida y las pesadillas de la miseria humana.
Por estos días los diarios traen historias abrumadoras sobre prostitución infantil en Río de Janeiro, la Ciudad Maravillosa. Esa modalidad de perversión siempre existió en Brasil, pero en Río era algo menos evidente. El aumento de ese mercado humano es lo que impacta.
Las hay de todo tipo, jóvenes muy jóvenes, con características físicas variables –algunas muy delgadas, otras muy bajitas, unas más altas y también las que tienen cuerpos un tanto desarrollados para su edad– y dispuestas a todo. Hay que pagar un precio, por supuesto. Pero nada que signifique una barrera insuperable. Algunas de las que se ofrecen en barrios de la zona sur (Copacabana, en especial) valen 50 reales, es decir, unos 90 pesos argentinos o, según las exigencias del cliente, unos 80 reales, algo así como 150 pesos. Atienden en coches estacionados o en veredas mal iluminadas. Acarrear a una de esas chicas para hoteles de Copacabana puede llegar, por supuesto, a precios más exuberantes: 250 reales, unos 450 pesos, sin contar la habitación.
En la otra vertiente de ese comercio, en el centro y en barrios más lejanos, están las desesperadas, que piden casi nada: dos o tres reales, menos de cinco pesos. Y es precisamente en ese extremo que están las más jóvenes. Estamos hablando, entre todas esas franjas de precio, de niñas de entre diez (sí, diez) y quince años.
Todas, sin excepción, obedecen a la regla más estricta: pagar la cota del día. Y en ese punto, hay dos variantes. En la primera, las cotas son para narcotraficantes (los más flexibles, y cuyas tasas oscilan alrededor de los 50 reales por día de cada niña bajo su control). En la otra, están los policías (en general integrantes de grupos paramilitares, las milicias que disputan cada centímetro de terreno con los narcos y que son formadas por hombres de la policía civil, de la policía militar y hasta del cuerpo de bomberos). Esos son más duros: cobran un porcentaje por cada “programa” y obligan a las muchachas a cumplir con por lo menos seis “programas” por jornada. Hay casas que sirven como una especie de depósito, donde se alojan diez o quince niñas que descansan por el día y son puestas a trabajar por las noches. La única vida disponible es ésa: de casa al trabajo, del trabajo a casa, siempre bajo el control de sus dueños.
La verdad es que en esta ciudad –que parece acostumbrada a todo, o casi todo– la noticia llamó la atención principalmente por algunos detalles. Por ejemplo, la edad de las protagonistas. Algunas de esas niñas escuálidas, casi raquíticas, hilitos vivientes, llegan a los trece años consumidas por los “programas” y las drogas. Los precios bajos –de dos o tres reales– corresponden a una dosis de crack, la más letal de las drogas.
Por muchos años los traficantes de Río, encastillados en las favelas, impidieron la entrada de crack en el mercado local. Más que por cuidar la salud pública, por una cuestión esencialmente empresarial: la cocaína y la marihuana dejaban márgenes de ganancia mucho más interesantes. El crack, sobra de sobras, era y es demasiado barato para compensar la estructura del negocio y además suele matar a sus usuarios en poco tiempo. No permite que se instale una clientela fija. En San Pablo, la droga hizo desastres. Hay una zona del centro urbano conocida como crackolandia, reducto de consumidores reducidos al último peldaño de la condición humana.
Ahora, resulta que los mismos traficantes de cocaína y marihuana optaron por abrir nuevos frentes de comercio, y el crack llegó a Río. Con él, aumentó la prostitución infantil. En tiempos de crisis, nada como expandir negocios. Al bajar los precios de los “programas” y ofrecer alternativas nuevas –niñas muy jóvenes– traficantes y milicianos hacen su verano en pleno invierno.
* Periodista y escritor brasileño.
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