Sáb 25.07.2009

CONTRATAPA

Pase lo que pase después

› Por Sandra Russo

Esta semana en TN pasaban en cada tanda una promo del programa de María Laura Santillán. Aunque nunca lo vi, en otras promos pude ver que ese programa, Argentina para Armar, tiene invitados variopintos, que ésa es por otra parte su lógica, puesto que es algo así como un programa de diálogos. Pero en la promo de esta semana la periodista hacía una pregunta que respondía Luis Juez, y el motivo de la elección de ese fragmento supongo que se debía a la respuesta, muy “vendedora”. Juez decía: “Hay que ir (al diálogo) porque Kirchner quiere que no vayamos. Hay que ir porque la gente quiere que dialoguemos”.

Lo pasaron tanto que me quedó repicando en la cabeza no la respuesta, sino la pregunta de la periodista, que era en rigor una afirmación, aunque debe haber retomado algo ya dicho en la mesa: “Hay que ir (al diálogo). Pase lo que pase después”. La que me quedó repicando, naturalmente, es la segunda parte.

¿Qué puede pasar “después”? ¿Cuándo llega “después”? ¿Tiene una ubicación temporal colectiva ese “después”?

¿Y qué se entiende por “pase lo que pase”? ¿Cuánta amplitud tiene ese “pase lo que pase”? ¿Qué zonas del imaginario colectivo activa ese “pase lo que pase”? ¿Será dar por sentado que el diálogo que propone el Gobierno es una mera artimaña? ¿Será que se tomará como una artimaña el hecho de que la Presidenta dialogue pero luego decida ella las políticas futuras, como por otra parte es lógico? ¿Será que tácitamente se presume que el que gana las elecciones legislativas tiene no sólo un escenario parlamentario favorable sino también potestad cuasi presidencial? ¿O será que quizá el mandato no termine? ¿O será que el “después” y su “pase lo que pase” abre el paraguas para otra cosa?

En el discurso hegemónico de los grandes medios, que emerge claramente como un nuevo poder poselectoral sobre el que nadie dice ni mu, por momentos hay desnudez. Debería poder hacerse un análisis o una lectura del 28J que incluya a todos los actores de las elecciones. No sólo ganó la derecha política. También sus esponsors periodísticos. ¿O son los políticos los esponsors de los grandes medios?

En toda América latina los grandes medios están desarrollando un papel unívoco y orquestado. La reacción conservadora de diversos grados que asoma en toda la región tiene a los medios privados como gran soporte de uno de los dos nuevos relatos latinoamericanos. Porque volvió la historia, amigos. La que Fukuyama había declarado agónica, la que quedó conectada a un respirador artificial durante una larga década de saqueo y de instalación del modelo que ya sabemos. La historia que nunca terminó de morir volvió a la región vigorosamente y en un hecho que es más concreto que cualquier fe: nueve gobiernos. Se incluye en esos nueve al de Honduras, que ahora y después del golpe está en la resistencia.

Resistencia es una palabra que habíamos dejado de usar. Yo misma formé parte, me acaba de venir a la cabeza, del Movimiento Argentina Resiste, un grupo con mayoría de teatristas que, como Teatro Abierto en la dictadura, se armó en 2001, cuando había estallado todo. Y antes hubo resistencia peronista, y eso fue porque también hubo una proscripción. Y resistieron los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado. Y los familiares de los atentados terroristas que hubo durante el menemismo siguen resistiendo todavía. Quiero decir: la resistencia fue siempre nuestro territorio “por naturaleza”, siendo a su vez ese territorio de naturaleza política.

Hace muy poco tiempo, en los diferentes países de la región, los medios privados tenían sus líneas editoriales de siempre, mientras lo que cambiaba era la realidad. El fenómeno que comenzó en Mar del Plata, en la Cumbre de las Américas en la que la presencia de Hugo Chávez hizo fracasar la penetración del ALCA en el Cono Sur, fue muy lejos. Nueve gobiernos es mucho. Si uno lo piensa, nueve gobiernos planteándose un diseño regional autónomo del capitalismo global es mucho, sobre todo si entre esos Estados está una potencia como Brasil, un productor de energía como Venezuela y un productor de alimentos como la Argentina.

Obama ya ha calificado a Venezuela como un narco estado. Los adjetivos después ayudan a justificar las políticas. Es una tradición de lo más conservadora en Estados Unidos. Los demócratas rara vez la rompen. Lo llevan tatuado en la piel. Adjetivan y atacan.

Está de más decir que no es necesario ser “chavista” para hacer esta lectura y entender que las cosas están sucediendo de este modo. Sí puede ser necesario no haberse dejado roer las orejas con los juicios y prejuicios que tejen lo que se vierte disfrazado como “información sobre Venezuela”. Los grandes medios jamás dan información sobre Venezuela. Se toman siempre el trabajo de tamizar cualquier cosa que pase en Venezuela por el discurso hegemónico que, precisamente a partir de la figura de Hugo Chávez, ya ha parido su primer gran personaje de ficción. La información que recibimos es en su mayor parte ficcional. No nos es narrado lo que pasa, sino cada vez más una interpretación de lo que pasa, cuando pueden ser válidas otras interpretaciones.

La característica principal del pensamiento único, sea en materia económica y política, como actuó en los ‘90, o en materia mediática, como ahora, es suprimir e invisibilizar cualquier otra interpretación de la realidad.

Otra característica de las que se pueden apuntar de este fenómeno naciente y fácilmente verificable (los grandes medios de toda América latina y de España están sosteniendo uno de los dos nuevos relatos latinoamericanos): hay que “defender la democracia” de los “antidemocráticos” que llegan al poder por la vía de las urnas. Este sinsentido sólo es aplicable si los grandes medios lo cobijan, lo naturalizan, lo aplacan, lo menean, lo instalan. Pueden hacerlo. Tienen el poder suficiente para hacerlo, sobre todo en los países en los que juegan (no por ideología; por negocios) con las respectivas derechas. Tienen como palanca una lucha de principios del siglo XX que hoy es nada más que un gran mito: la libertad de prensa. El cliché del gobierno totalitario que censura a la prensa opositora pertenece al imaginario de la Guerra Fría. De eso puede seguir hablando Mirtha Legrand, que tiene miedo de que el mozo del restaurante la escuche hablar mal del Gobierno, pero pocos más adherirán a esa ficción tan evidente.

“¿Hay que ir? ¿Pase lo que pase después?” es una pregunta que desnuda, posiblemente por acto reflejo del pensamiento, por mecánica, el fondo turbio de un discurso que ya no le pertenece a la periodista que formula la pregunta y que no despierta ninguna reacción en los entrevistados. El “pase lo que pase después” lo que desnuda es la sospecha permanente, virósica, de la que el pensamiento único mediático no se desprende ni un instante. La necesita para hacer estallar en el aire cualquier intento de reestablecer condiciones normales de gobernabilidad. Desnuda todas las perennes salvedades que “el periodismo” no sólo le concede a los políticos; es más: los obliga a hablar desde las salvedades. Nunca habrá nada que no sea o bien negativo o bien positivo con una salvedad. Nunca habrá nada ante lo que no se extienda la sombra de la sospecha. El discurso único mediático está blindado ante la posibilidad de que las cosas no sean como el discurso afirma.

Si estamos inaugurando épocas y tendencias, puede decirse que ésta es la del pensamiento único mediático, y su fuerza contraria, la resistencia informativa.

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