› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Se supone –así lo explica un antiguo y todavía vigente manual de instrucciones para su uso– que el ser humano es un aparato fabricado a imagen y semejanza de su creador. De ser esto cierto, pueden pasar dos cosas: que el fabricante tenga muchos más defectos de los que revela el mismo manual o que, por lo contrario, tenga un perturbador sentido del humor y que, interrogado sobre el enigma, explique entre carcajadas que “imagen y semejanza no significa necesariamente maquinaria, funcionalidad y prestaciones”.
La duda y el misterio se hacen todavía más perturbadores cuando –en el lapso de una misma semana– su gerente en la Tierra, un tal Benedicto XVI, anuncia de lo más campante que una pequeña fractura en su carcasa se debió a que “su ángel de la guarda” (algo así como un supervisor en las altísimas esferas) “siguió órdenes superiores” y le hizo tropezar y fracturarse la muñeca “porque quería enseñarme más paciencia y humildad y darme más tiempo para la oración y la meditación”. Semejantes declaraciones –que constituirían motivo de veloz despido en cualquier empresa seria– no sólo no inquietaron a nadie sino que fueron celebradas en el urbi todo como muestra de humor divino. Las gracias del representante de lo celestial en la tierra continuaron días después cuando se proclamó a campanadas que Benedicto XVI lanzará a la venta Alma Mater: compact-disc en el que canta y recita letanías y oraciones en cinco idiomas. La discográfica bendecida por semejante producto –Geffen– adelantó que quienes escuchen el álbum “se sentirán impresionados por la voz del Papa”. Yo voy a esperar la edición en vinilo. Dicen que el vinilo suena mejor.
DOS Pero acaso lo más raro de todo sea que, al final, todo tiene una razón –o una sinrazón– de ser. Todo está ahí, encriptado en alguna parte de ese aparato que somos. Sólo hay que saber verlo y, una vez decodificado, leerlo. Y las explicaciones –a las que vamos accediendo de a poco, mientras subimos y bajamos por la espiral del ADN– no dejan de ser alarmantes. De ahí que cada vez me exponga con mayor cautela a los documentales que suelen emitir esos canales históricos y científicos donde personas de aspecto serio hablan a cámara con una sonrisa ligeramente sádica y mirada de “prepárense para lo que voy a contarles ahora mismo”.
Allí –en un paisaje donde cada vez abundan más las postales proféticas y apocalípticas de los castigos divinos a sufrir por aquellos que utilizan indiscriminadamente Internet sin saber que todo lo que hacen, buscan, cuelgan y lo que, finalmente, son permanece y permanecerá flotando, por los siglos de los siglos, en una suerte de nebulosa, en una nube o cloud, a la que más temprano que tarde todos tendrán acceso– se habla ya de un nuevo reino en este planeta. El fin de la intimidad y el comienzo de un reino invisible que determina la desaparición de lo físico y donde todo sucederá on line: adiós a la solidez de los libros recopilando mitos ancestrales, a los discos de Benedicto XVI y hasta a la ropa, porque ya no hará falta salir de casa y todos viviremos, desnudos y sentados, frente a pantallas digiriendo vertiginosamente información fragmentada y de a minutos, ya que nadie tendrá en su interior la paciencia suficiente para ver o leer o escuchar de principio a fin Lawrence de Arabia o La guerra y la paz o The White Album. Tampoco, me temo, habrá muchos candidatos para filmarla o escribirla o grabarlo.
Por estos días, el pausado Leonard “Pequeño Judío que Escribió la Biblia” Cohen gira por España y canta aquello de “I’ve seen the future, brother: It is murder”.
TRES El “problema” –lo que hace un poco de ruido– es toda esta aceleración tecnológica en manos de organismos que no han evolucionado gran cosa en los últimos años y que no parecen estar del todo preparados para lo que se viene. De este modo, los chicos de ETA siguen poniendo bombas, Michael Jackson insistía en que le inyectaran un poderoso y peligrosísimo anestésico quirúrgico para poder dormir la siesta, los incendios en España ya han arrasado más del doble de superficie que en todo el verano pasado y también se ha duplicado la cantidad de salvamentos y ahogos de bañistas que insisten en arriesgarse a “lo hondo”, se revela a la sociedad toda que esas lámparas de bronceado ultravioleta producen cáncer de piel y de ojo, se dedican páginas enteras de los diarios a la unión de Microsoft y Yahoo! para luchar contra Google (en lo que quizá, sin que lo sepamos, no sea otra cosa que la nueva versión de una Guerra Mundial que analizarán los futuros libros... ¡perdón!.. sites de historia), un empleado chino se suicida al no soportar la presión y las sospechas por haber perdido un prototipo del futuro iPhone 4G, se anuncia la salida de una pastilla que regala siete minutos extra al eyaculador precoz (y que, esperemos no enterarnos recién de aquí a unos años, tiene perturbadores efectos colaterales) y se celebra el estreno de una película tonta cuyo principal atractivo es (gracias al apoyo conseguido en las redes sociales Facebook y MySpace) haber costado apenas 50 euros. Falta menos para que se descubra que los que tienen blog no irán al cielo porque ya están en el aire, en la nube, escuchando cantar al Papa.
CUATRO Mientras tanto y hasta entonces –sin ponernos de acuerdo en cuanto a cómo protegernos de una gripe de última generación– el aparato continúa su marcha. El otro día me enteré de que el parecido entre padres e hijos –cada vez menos común, algo que va desapareciendo porque ya no hace tanta falta– no es y era otra cosa que una maniobra apenas subliminal y fisiológica de la especie para provocar, en organismos poco preocupados por la suerte de los demás, un vínculo afectivo inmediato. Es decir: si se parece a mí, entonces lo cuido y lo quiero. Lo que me lleva a pensar en que nuestro fabricante –de existir o de seguir allí– no puede habernos hecho demasiado parecidos a él y en que el hombre no suele preocuparse por el hombre. El hombre ya ni siquiera es el lobo del hombre. El hombre, ahora, es el extraterrestre del hombre y, se sabe, el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Días atrás leí que las células del cerebro aprenden mucho de los aciertos pero no tanto de los errores. Las células, parece, se “ajustan” mejor en el momento del logro que en el del fallo. Si se consigue algo, las células nos transmiten un instantáneo “lo has hecho”. En cambio, si se fracasa, el procesamiento de la información es mucho más lento e inexacto. Así, conocemos las razones de una victoria pero nos cuesta más desentrañar los motivos de una caída justo antes de llegar a la meta. Así nos va. Así vamos.
Y lo peor de todo: somos aparatos con baterías incluidas.
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