CONTRATAPA › IDEA VILARIÑO (1920-2009)
› Por Juan Forn
Mientras la televisión y un enjambre de periodistas locales y corresponsales extranjeros y el Uruguay entero estaban pendientes de la agonía de Mario Benedetti en un hospital de Montevideo, Idea Vilariño se murió en silencio a unas cuadras de distancia. Aunque el día de su muerte un centenar de admiradores le rindieron homenaje en el hall central de la Universidad de la República, a su entierro en el Cementerio del Norte, a la misma hora, fueron sólo catorce personas. El episodio cierra de manera perfectamente coherente la leyenda que la rodeó siempre, a veces alimentada y a veces padecida por ella misma.
Como muchos de mi generación, conocí los poemas de Idea Vilariño en las ediciones que le hizo Schapire en los ’60. Fueron de los primeros libros que compré con mi propia plata, cuando tenía trece o catorce años, y no podía creer que se pudiera decir tanto con tan pocas palabras, y con palabras de todos los días. Uno empezaba a leer esos poemas preguntándose si no eran material de poster, hasta que venía esa descarga eléctrica en el plexo y se nos atragantaban las palabras en la garganta y entendíamos con clarividente certeza que no se podía decir eso de otra manera, no se podía decir eso sin haber pasado antes por las comarcas más pavorosas del amor. Había uno en particular que se llamaba “Ya no” (Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche / no te besaré al irme /nunca sabrás quién fui / por qué me amaron otros / ... Ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya no serás para mí / más que tú /... Ya no sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas / No me abrazarás nunca /... No volveré a tocarte / No te veré morir). La Vilariño se lo había escrito a Onetti, le había escrito todos los poemas de ese libro terrible, y se lo había dedicado, y años después le quitó la dedicatoria cuando lo reeditó, y logró por fin lastimar a Onetti como él la había lastimado a ella.
En los años ’90, cuando yo trabajaba en Planeta y María Esther Gilio y Carlitos Domínguez preparaban su biografía sobre Onetti (Construcción de la noche), los torturaba pidiéndoles que contaran más cosas de aquella terrible historia de amor hasta que la Gilio me dijo: “¿Por qué no encargás una biografía sobre Idea y nos dejás de joder a nosotros?”. Todo lo que puede saberse de ella, ahora que ha muerto, está en el extraordinario suplemento especial que El País de Montevideo le dedicó hace unos días (donde Rosario Peyrou define inigualablemente su poesía: “El máximo escepticismo con la máxima sensualidad”) y en el libro-álbum La vida escrita, publicado el año pasado, que reúne fragmentos de sus diarios, cartas, textos inéditos y recuerdos de sus amigos (“El tipo de homenaje que suele tributarse a los grandes poetas cuando mueren y que nosotros quisimos hacerle antes”, según su responsable, Ana Inés Larre Borges) y en el documental Idea, que filmó Mario Jacob en 1996 (donde ella dice: “Cuando escribo nunca miento. Puedo mentir en la vida de todos los días, pero no cuando escribo”).
Gracias a ellos sabemos que el padre le recitaba, a Idea y a sus hermanos, desde muy chicos, poemas del Siglo de Oro español en voz alta (y que por eso, antes de aprender a leer, ella ya inventaba poemas de rima y métrica perfectas con palabras que elegía exclusivamente por su sonido). Que, a pesar de su salud precaria, desde los veinte años vivió sola. Que antes de cumplir los treinta publicó esta opinión sobre la poesía rioplatense de su tiempo: “Miserablemente estancada en un pantano, pobre poesía de provincia, sin originalidad, sin fuerza, sin ningún poeta verdadero, ningún intenso, ningún nuevo, ningún desesperado, ningún revolucionario. Nadie sabe cantar, nadie tiene mensaje”. Que colaboró en la legendaria revista Marcha hasta que le censuraron por pornográfico un poema donde decía “un pañuelo con sangre, semen, lágrimas” (el problema era que lo firmara “una mujer sola”; ella los mandó a la mierda y no publicó más nada con ellos). Que dio clases durante treinta años en un liceo (se levantaba a las cuatro de la mañana para estar en el liceo a las ocho y tenía otro trabajo a la tarde, y de noche traducía, entre otros a Shakespeare). Que durante muchos años se resistió a recibir premios (no a obtenerlos: le dieron como tres veces el Premio Nacional de Poesía pero recién lo aceptó en 1987, cuando consideró que el jurado era irreprochable). Que detestaba las apariciones en público y que dio apenas tres entrevistas en su vida (“Me gusta mucho escuchar las entrevistas que les hacen a los demás, pero yo no tengo el don: recién al otro día se me ocurren las cosas inteligentes que podría haber dicho”). Que tocaba tangos al piano y los bailaba y los cantaba igual de bien. Que, en lugar de publicar libros nuevos, a partir de 1966 prefirió reeditar los tres que menos le disgustaban (Nocturnos, Poemas de Amor y Pobre Mundo) agregando de canuto en cada reimpresión los poemas nuevos que iba escribiendo, hasta que en 1989 aceptó sacar un libro enteramente inédito: lo tituló, a secas, No, y los dos últimos versos del libro son éstos: “Inútil decir más / Nombrar alcanza”. Que tenía una muletilla (“¿Cómo te diré?”) que la pintaba en genio y figura. Que una septicemia estuvo a punto de matarla a los veintisiete y la tuvo postrada en llaga viva durante casi tres años. Que se casó tres o cuatro veces (siempre por gratitud, con los tipos que fueron buenos con ella, como Manuel Claps, que la cuidó durante aquellos tres años) pero el hombre de su vida fue, sin discusión, Onetti (el propio Claps fue quien los presentó, cuando ella acababa de recuperarse de aquella septicemia).
Que Onetti y ella sólo pasaron juntos nueve noches, en once años. Que al principio él le pareció el hombre más adulto que había conocido y que, a causa de eso, perdió después toda confianza en su propio juicio. Que los momentos juntos eran “el infierno en la calle Durazno”. Que él la llamaba por teléfono y le decía: “Ayudame a entender el modo en que te quiero”. O: “Tengo una loca que se ha tirado al piso y me abraza los pies y no sé qué me pide. Te llamo porque necesito oír tu voz, escuchar a alguien sensato”. Que él le reprochó siempre que no lo amaba de verdad, que sólo lo usaba para escribir “esos poemas tremendos”. Que ella le reprochó siempre que no apareciera “ni una mujer entera” entre los personajes de sus novelas.
Vaya a saberse cuánto es cierto y cuánto es leyenda en toda esta historia. Yo sólo sé que, precisamente por saberse incompleta, Idea Vilariño logró convertirse en una mujer entera, absoluta. En un poema titulado lacónicamente “43” se retrató, a mi gusto, mejor que en ninguna otra parte. Son sólo cinco líneas: “Como un jazmín liviano / que cae sosteniéndose en el aire / que cae cae cae / cae. / Y qué va a hacer”.
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