› Por Roberto “Tito” Cossa *
Hace unos días Cristina Fernández anunció desde la Casa de Gobierno un plan social para crear 100.000 puestos de trabajo. La Presidenta –todos sabemos– improvisa sus discursos y, como ella misma lo reconoce, a veces divaga. Esta vez le vino a la cabeza Manuel Dorrego y, al citar al prócer, la trayectoria de su pensamiento recaló en una obra de teatro, La tentación, que tiene como protagonista al prócer, y a mencionar a su autor, Pacho O’Donnell.
Al escuchar a la Presidenta, sentí que estaba transitando un hecho insólito, que algo nuevo estaba ocurriendo. No soy historiador ni tengo alma de archivero, tampoco me distingo por mi buena memoria, pero estoy casi seguro de que es la primera vez, desde la época del Perón iniciático (hasta allí llega el alcance de mi memoria), que en un discurso presidencial se menciona, espontáneamente, a un escritor de ficción y, muy especialmente, a un dramaturgo. Seguramente algún presidente de otras épocas citó el nombre de un autor –siempre uno canonizado–, pero generalmente en discursos leídos, y allí uno malicia que detrás está la mano de un asesor. Cómo no recordar, con vergüenza ajena, la vez que el Depredador de Anillaco trastabilló, delante de Bush padre, a la hora de pronunciar el nombre de Mark Twain.
Lo cierto es que, en general, los políticos no leen textos de ficción, al menos los que llegan a las cumbres del poder. Tampoco van espontáneamente al teatro ni al cine de arte ni recorren exposiciones de pintura. Insisto: la mayoría. Será por eso que las artes no figuran entre sus principales preocupaciones. Y como no les interesan las artes, tampoco les interesan los artistas. Y digo artistas y no cultura (la manera oficial de mencionar la actividad) porque, como todos sabemos, cultura es un término mucho más abarcativo. Hablo, concretamente, de los poetas, los narradores, los plásticos, los oficiantes del teatro, los realizadores de cine y los músicos. Y tampoco me refiero al contacto ocasional, a veces ceremonial, con algunos artistas populares. El tema es otro. No hay –nunca hubo– un diálogo político ni institucional entre los gobiernos y los profesionales de las artes.
¿Por qué este distanciamiento entre los políticos y los artistas? Me temo que este desencuentro tiene como causa principal un sentimiento: la desconfianza. Los políticos tienen una mirada simplista sobre los artistas. Simplista y atrasada, de la época de la bohemia, del malvestirse y del ajenjo. Los ven como tipos y tipas difíciles, imprevisibles, cuestionadores, casi antisociales. Eso cambió. Por su parte, los artistas ven a los políticos como seres especuladores que todo lo que hacen es en función del poder. Suelen decir: “quieren utilizarnos”. Eso no cambió, pero es la misma estupidez de siempre.
En días anteriores a la elección de 2003 un grupo de autores, directores y actores montamos un espectáculo en el teatro Liceo donde ficcionamos un juicio al estilo Hollywood. Se titulaba algo así como “Juicio a los políticos por su indiferencia hacia la cultura”. Apelando a los personajes clásicos, “abogados defensores”, “fiscales” y “testigos”, queríamos demostrar la importancia de la cultura, no sólo en lo social sino también en lo político. Recuerdo que uno de los “testigos” era el mariscal Goering, aquel que dijo “cuando escucho la palabra cultura llevo la mano a la pistola”. Pues bien, un Goering desolado reconocía en la ficción que la derrota del Tercer Reich no la habían ocasionado los tanques y los aviones sino las artes. Decía algo más o menos así: “Nos derrotaron con el cine, la poesía y el teatro”. El “juicio” terminaba con una condena a los políticos por su indiferencia hacia la cultura, pero también castigaba a los artistas por su individualismo, por su incapacidad para luchar por sus derechos.
Este desencuentro es lamentable. Porque es superficial, prejuicioso. Los políticos miran de reojo a los artistas porque no los conocen. Y no hablo de que no los conocen personalmente. No conocen sus obras. No los re-conocen. Y los artistas les desconfían a los políticos, sin darse cuenta de que sin el apoyo del Estado es imposible el desarrollo de las artes.
Por ejemplo, perdimos una oportunidad inmejorable con la llegada de la democracia, en 1983. Después de los desaparecidos, de los damnificados políticos y sociales, éramos las mayores víctimas de la dictadura genocida. Teníamos derecho al reclamo. No supimos pedir lo que nos correspondía. Y eso que nos gobernaba un republicano, un tipo que, como mínimo, respetaba a los artistas.
Los oficiantes del teatro malgastamos las horas del renacimiento. Tardamos casi diez años –¡diez años!– en lograr la sanción de la Ley del Teatro, un instrumento que veníamos reclamando desde hacía cinco décadas y que, fácilmente, hubiéramos logrado en los primeros años del gobierno de Alfonsín. Y lo conseguimos bajo el gobierno de Carlos Menem, simplemente porque nos movilizamos y encontramos la buena voluntad del entonces secretario de Cultura, Pacho O’Donnell. Y esa ley, aun con sus deficiencias, produjo un sensible desarrollo del teatro independiente.
Sería penoso que dejáramos pasar una nueva oportunidad. De una vez por todas las artes tienen que ser consideradas como políticas de Estado. Necesitamos una legislación previsible, abarcadora, que no dependa de la mayor capacidad o buena voluntad de un funcionario de turno.
Pienso que están dadas las condiciones para que los artistas de diferentes disciplinas nos sentemos a una mesa de diálogo, primero entre nosotros y luego con el Gobierno. Se dan tres circunstancias favorables: una presidenta (¿será porque es mujer?) sensible a las expresiones artísticas; un nuevo secretario de Cultura que es un artista, pero además un político, y la existencia del Espacio Carta Abierta, el ámbito ideal para tratar el tema y delinear las estrategias.
* Dramaturgo. Dos obras en cartel: Cuestión de principios y Angelito (el cabaret socialista).
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