› Por Sandra Russo
Cuando empecé a trabajar en periodismo, no se hablaba de comunicación. Hace de esto tantos años que no quiero ni contarlos, pero diré que empecé a trabajar en periodismo en plena dictadura. Había salido del secundario con la firme idea de ser socióloga; ser periodista ni se me ocurría. No podía ocurrírseme. El periodismo era en ese entonces básicamente gráfico y terrible. Lo más vistoso que había era la Editorial Atlántida. La de la Gente de “Nos equivocamos” y la de Para Ti que instaba a sus lectoras a mandar a Europa las postales de “somos derechos y humanos”.
¿Qué periodismo se podía hacer en dictadura? ¿Cómo a alguien con un poco de ánimo de cambio podía interesarle trabajar “de eso”? Las vocaciones sociales no desembocaban en el periodismo. Sin embargo, los medios ya me fascinaban aunque no me diera cuenta. Y empecé a participar de ellos no del lado del periodista, sino del lado del lector. Fui una adolescente trastornada que no paraba de mandar cartas de lectores; también mandaba cartas con preguntas y reclamos.
A los catorce me había incorporado al periódico mural El Hornero, del colegio Eduardo L. Holmberg de Quilmes (era nada más que un pizarrón con cartulinas pegadas), y desde allí comencé a pivotear una vocación que era extraña para mí. Quería comunicarme. Lo primero que hice fue mandarle una carta al presidente, por entonces el general Juan Carlos Onganía, pidiéndole que recuperara las Islas Malvinas.
Mi vieja me despertó quince días después a los gritos. Había llegado a casa una carta con membrete de Presidencia. Un vocero me agradecía mi preocupación patriótica por nuestros derechos sobre las islas, y me daba algunos detalles sobre avances diplomáticos. Me convertí en la redactora estrella del periódico El Hornero.
También les mandé una carta a Los Cables Pelados, que eran una banda precursora de Menudo y que a mí me gustaba, y otra a René Sallas, que era jefa de redacción de la revista Gente. En mi casa se compraba Gente, así que yo leía las notas de Renée Sallas. Fue muy amable en su respuesta. A mí me había impactado una crónica en la que dos redactores salieron una Nochebuena disfrazados de José y María, a ver cómo se trataba a una embarazada y a su marido sin techo un día de Navidad. El más puro estilo Chiche Gelblung, naturalmente. Una escuela periodística.
Cuando no se tienen parámetros ni hay debates públicos sobre determinados temas, uno no tiene posición. No había debates sobre periodismo, uno no tenía elementos para saber qué tipo de periodismo le gustaba o consumía. Ni siquiera sé si los que ejercían el periodismo en aquel tiempo tenían conciencia de lo que hacían. No políticamente, claro, sino técnicamente. Había muy pocos elementos para evaluar ese tipo de cosas. Recuerdo que en Gente a veces leía casos policiales resonantes, y ya entonces me provocaba rechazo que los redactores fueran narradores omniscientes que se atrevían a escribir los pensamientos de la víctima de un crimen justo antes de morir. No sólo lo recuerdo. Me quedó estampado en la cabeza como un límite traspuesto, como una licencia exasperante, como una hilacha que me hacía sospechar de absolutamente toda la información que contenía la nota.
Ahora aquella escuela periodística me parece aberrante. Es la misma escuela que acaba de perjudicar brutalmente a una anciana que se prostituye, por violar el pacto de confidencialidad que había establecido la cronista con la entrevistada. Lo detalló en su nota Mariana Carbajal. La charla era sin cámaras. La cronista del programa de Gelblung lo grabó y lo emitió. La familia de la anciana se enteró de ese modo de que ella se prostituía. Un drama desatado por la intervención del periodismo para capturar sensaciones muy fuertes. No importa cómo se capturen. El periodismo al servicio del espectáculo. Más emparentado con el teatro de revistas que con el barro de lo humano, con lo urgente, lo dolorido.
Después, ya experimentada como redactora de cartas de lectores, mandé a los diecinueve una carta al Expreso Imaginario, y allí comenzó otra historia. Faltaban muchos años para que hubiera carrera de Ciencias de la Comunicación. Cuando la cursé, ya llevaba trabajando en periodismo muchos años. Pero fue como empezar de nuevo. Porque pude organizar muchas ideas que había ido acumulando con los años de práctica. Recién entonces pude incluso explicarme a mí misma qué me interesa de este trabajo, por qué me atrae y cuál es mi propia ética al respecto.
Ahora los medios audiovisuales están desenmascarando un rol muy diferente al de aquel viejo cuarto poder que reflejó la influencia de la gráfica. Ese rol tuvo su apogeo mundial con el Watergate, y al Washington Post como icono de libertad de expresión. Como señal de caída de una época, puede tomarse el escándalo de hace dos meses, cuando la directora del Washington Post debió renunciar después de que se revelara que organizaba cenas en su propia casa a veinte mil dólares el cubierto. Un obsceno tráfico de influencias.
Ahora, con los medios electrónicos globalizados, la videopolítica construye sentidos tan rápida y eficazmente, que las Ciencias Políticas están a su vez incorporando nociones de Comunicación para poder desentrañar conductas colectivas. En la redacción de Humor conocí a un viejo zorro periodístico que había trabajado muchos años en Crónica. Me contó la leyenda de un fotógrafo que llevaba en su maletín un par de escarpines. Si le tocaba fotografiar un accidente de tránsito, ponía los escarpines fuera de foco para darle más dramatismo a la toma. Es la escuela de María y José en la Nochebuena, la de la prostituta anciana traicionada por alguien sin escrúpulos. Y finalmente de eso se trata todo este asunto del periodismo. A veces creo que antes, que ahora, que en gráfica, en televisión, en radio, hay básicamente dos tipos de periodistas. Los que tratan de darle atractivo a lo que cuentan, sabiendo todo lo posible acerca de aquello de lo que hablan, y dejando en claro cuáles son los hechos y cuál su opinión sobre los hechos, y los que llevan escarpines en la maleta.
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