Lun 07.09.2009

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Mute

› Por Juan Sasturain

Antes que nada, aviso que el sábado miré/escuché Argentina-Brasil por la tele, la transmisión de TyC Sports con Nelson y Fabbri: lo aclaro para dar contexto a mi experiencia. Por eso, los que estuvieron ahí, en el Gigante de Arroyito, acaso puedan desmentirme o considerar que exagero. Tampoco sé si el fenómeno que percibí ha sido motivo de comentarios después del partido. Tal vez sí. Pero el resultado y el trámite no me dejaron con ganas de seguir el tema: no escuché comentarios ni declaraciones; ni leí –-aún hoy, domingo a la noche– los análisis de la derrota. Soy de digestión lenta en estos casos.

Ahora, a lo que voy: pocas veces –por lo que recuerdo– un gol convertido en partidos importantes y con cancha re-llena ha de haber tenido el marco de silencio que tuvo el cabezazo de Luisao que puso el uno a cero. Fue impresionante; como si de repente el audio de la tele se hubiera descompuesto. Incluso el relato de Nelson dejó un hueco, una fracción de segundo, vaciló, no siguió el curso “natural”, como si fuera necesario corroborar que lo que había pasado era así. Y no porque el impecable toque con el parietal del grandote central brasileño, de pique al segundo palo de Andújar, fuera resultado de una jugada compleja y larga como el segundo gol, el primero del sagaz Luis Fabiano. Al contrario: es probable que al fenómeno del mutismo generalizado –absolutamente “natural”, además– haya contribuido el hecho de que se trataba de una pelota parada (la primera, por lo que me acuerdo) contra el área argentina y ya había entonces una silente, ominosa expectativa propia de un saque de tie break a cargo del tenista adversario de nuestro argentino de turno.

Quiero decir que a un silencio expectante se le adosó otro, más hondo y corpóreo tras la pavorosa resolución. Fue el típico silencio incrédulo, el que “te deja mudo”, literalmente “de piedra” –dicen otros– sin qué decir, etc. El famoso e irreparable “donde mueren las palabras”.

Y ahí fue cuando me acordé del cuento de Rodolfo Walsh Un oscuro día de justicia, de la serie de los chicos del colegio irlandés, cuando los pibes –-tras esperar larga, ruidosamente, ese momento de venganza reparadora de humillaciones– contemplan mudos, desde las ventanas del internado, cómo el malvado preceptor verdugo que los martiriza cada día derrota también al fornido tío de uno de ellos, justiciero externo en el que habían puesto todas sus esperanzas, tan esperado como frustrante. Ahí hacen silencio, se repliegan en sí mismos y entienden que ha habido un malentendido: tendrán que ser ellos mismos, no vendrá nadie de afuera a salvarlos o ayudarlos a salvarse.

Y hubo un malentendido, de algún modo, también en Rosario. La Selección en emergencia –vía Diego, vía Bilardo– elegía una cancha y un público supuestamente óptimos no sólo para enmarcar sino para contribuir de viva voz al logro de su difícil empresa: habría, en el Gigante, una tribuna más cercana, caliente y futbolera que el más inexpresivo público “de Selección” que se supone va a (la deteriorada cancha de) River. Eso (los–nos) ayudaría.

Supongo que –como en el cuento de Walsh– también acá hubo decepción. De ambos lados. La diferencia está en que en este caso se habían puesto acaso excesivas fichas, desde adentro, al papel fundamental del entorno. Ya pasó en la Davis, no hace mucho, ante España: que la cancha, que el público... Los actores trasladan al sentido común (por haberlo hecho carne en sí mismos, lamentablemente; o acaso por comodidad) la creencia en el papel determinante de los factores externos al juego. Es claro que los de afuera operan, pero también –como dijo el negro jefe Obdulio Varela en circunstancias históricas– “son de palo”. Incluidos los técnicos, si me apuran. Además, no se sabe nunca en qué sentido esa presión/determinación externa obrará –a favor o en contra– sobre los protagonistas, condenados por definición a hacerse cargo de ella.

Volviendo al silencio majestuoso que acompañó el gol de Luisao y continuó en general desde entonces –apenas conturbado por arranques aislados de aliento– cabe una reflexión acaso banal pero atendible: solemos diferenciar a nuestro (espectáculo de) fútbol del de otras latitudes por la pasión gritona e ingeniosa, el fervor de las hinchadas, el público muy expresivo. Es cierto. Pero probablemente sólo en los enfrentamientos entre clubes, camisetas concretas.

Son ésas las hinchadas que hacen del ejercicio de su consecuente fanatismo una divisa, un motivo de jactancia, y que –muchas veces, en casi todos los casos– se miran más a sí mismas que a la cancha, y compiten desde la tribuna –incluso y sobre todo– con los propios jugadores en el derecho a vestir/defender/representar los colores... En ese sentido, la camiseta/bandera argentina, los jugadores/intérpretes argentinos actuales y el universo de valores y desvalores vigentes en la tribuna futbolera real de hoy día no pueden reproducir ese esquema de comunicación explosiva.

No sé si está mal, pero es así: la consigna –con variantes– de “el que no salta es un...” parece haber quedado arrumbada junto con otras enormes simplificaciones de las que nos hemos ido despidiendo sin nostalgia.

Para disfrutar del griterío alentador y valorarlo, no se lo debe esperar ni mucho menos inducir. Mejor, confiar en merecerlo. Si no, la mejor opinión que cabe esperar es el silencio.

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