› Por Juan Forn
La ola de Hokusai es indiscutiblemente el cuadro japonés más famoso del mundo. Igual de famosos en Japón son los desnudos que le gustaba pintar a Hokusai, entre los cuales se destaca uno llamado El sueño de la mujer del pescador, donde se ve a una joven desnuda y echada de espaldas, con las piernas abiertas y un pulpo realizándole el cunnilingus más impresionante de la historia del arte erótico. Hokusai pronosticó a sus setenta años que, si llegaba vivo a los ciento diez, accedería por fin al misterio de las cosas y todo lo que eligiera pintar, fuese un mero punto o una línea, estaría vivo; pero se murió a los ochenta y nueve. Sin embargo, en la fecha en que Hokusai hubiera cumplido ciento diez años, nació en Japón un hombre llamado Sokichi Nagai, que se haría conocido entre sus compatriotas por su seudónimo, Kafu, y sería para casi todos ellos la viva reencarnación de Hokusai, el último “artista del mundo flotante”, aunque no pintó un solo cuadro en toda su vida. En realidad, Kafu era escritor (él prefería definirse como “garabateador”), pero sus retratos de Tokio y sus habitantes, especialmente de sus mujeres de vida licenciosa, son el equivalente literario de los paisajes y desnudos del gran Hokusai.
En su adolescencia, Kafu intentó escribir para el Teatro Imperial Kabukizan, luego logró ser columnista de sociales en el diario Asahi Shimbun, hasta que se enteró su padre y lo mandó a “enderezarse” a los Estados Unidos, donde lo puso a trabajar en un banco. Kafu logró ser transferido a la filial francesa que tenía el banco, en Marsella: le llevó cinco años conseguirlo y duró apenas unos meses en Francia. Primero lo echaron del banco por escaparse a París; después, cuando se le terminaron los ahorros, jugueteó con la idea de ahogarse en el Sena para que su muerte “fuese comunicada a Japón en ese hermoso idioma”. Pero terminó obedeciendo el ultimátum de su padre y volvió a Tokio. Allí aceptó un puesto como profesor de Literatura francesa en la universidad: se enorgullecía de haber aprendido más francés que inglés en esos cinco años en Norteamérica. También había aprendido chino (mejor dicho, había reforzado el aprendido en la escuela) gracias a las frecuentes visitas que hacía a los fumaderos de opio de Chinatown. Se sabe que el idioma japonés se origina en el chino y que la persona japonesa que conoce chino suele tener una pureza de lenguaje fuera de lo común. Era el caso de Kafu; pero lo que él se propuso al regresar a Tokio fue reproducir en sus cuentos la afiladísima jerga coloquial que se hablaba en las calles de Asakusa (el distrito rojo de la ciudad, también conocido como “la cloaca de Tokio”).
Su compadre y admirador Junichiro Tanizaki dijo años después que Kafu se proponía escribir lujurioso, pero le salía elegíaco. Esa era su magia: la combinación entre la pureza de su estilo y la impureza esencial de sus temas. Sus innumerables novelas salían siempre fallidas (se iba por las ramas, abandonaba personajes, las terminaba demasiado pronto o demasiado tarde), pero sus lectores las amaban igual porque no había una que no ofreciera páginas enteras de gloria, por lo general elegíaca, aunque sus temas fuesen cochinos, sórdidos, incluso heréticos para la milenaria tradición japonesa. Lo que Tanizaki o Kawabata obviaron con elegancia o sugirieron crípticamente en sus libros, Kafu prefiere describirlo con pelos y señales (y ya se sabe que pelos, olores y demás señales corporales, especialmente femeninas, son anatema para la literatura japonesa). Tiene un cuento extraordinario sobre una geisha guarra, que no se baña nunca y escandaliza a sus compañeras de trabajo tanto por su dejadez como por el efecto hipnótico que produce a los hombres: “Le alcanzaba con abanicar cansina y distraídamente su cuerpo sudoroso para que el cliente que ya se había vestido y estaba a punto de marcharse se abalanzara otra vez sobre ella” (el título del cuento es memorable: “Una crónica que quizá no debí escribir”). En otro cuento llamado “Polillas de invierno”, recuerda así uno de sus matrimonios con una geisha: “Cuando se rasgaba alguno de los paneles de papel de las puertas de nuestra habitación, lo cubríamos con las cartas que nos habíamos ocultado uno al otro, y nos leíamos en voz alta los pasajes más escabrosos mientras intentábamos en vano que el frío no se colara en la habitación. Puedo dar fe de que ése es un placer que jamás conocerán los que tienen dinero”.
Aunque le gustaba llorar miseria, nunca le faltó dinero (heredó pronto a su padre, a cuyo funeral no asistió porque estaba con una geisha en una terma de montaña). Aunque se pasó la vida callejeando por los distritos de vida disipada, prefería vivir en Azabu, donde estaban todas las embajadas, y se vistió siempre a la usanza occidental, con traje, sombrero y paraguas (pero en los pies llevaba siempre unos cómodos hiyorigeta). Le pasaba con las mujeres lo mismo que con las novelas: se iba por las ramas, se desinteresaba de ellas, pero antes les dedicaba sus elegías. Todos sus detractores fueron masculinos: los que tuvo de joven lo acusaban de atraer lectoras como una manzana podrida junta hormigas; los que tuvo más adelante decían que su estilo era afectado como el maquillaje de una puta vieja (él comparaba los pronunciamientos de escritores con “el zumbido de los mosquitos en verano”). Odió el militarismo de los años ’30, la guerra y la ocupación norteamericana, y se encargó de hacerlo saber (se salvó porque unas y otras autoridades lo consideraron un inofensivo viejo licencioso). Cuando se derrumbó su casa durante los bombardeos (y perdió su colección de grabados eróticos), se fue a vivir a una casa de citas. Cuando McArthur prohibió la prostitución en Tokio, fue a refugiarse a los burlesques. Cuando los encargados de los teatros quisieron echarlo de camarines, se puso a escribir parlamentos para las chicas y ellas convencieron a los patrones de que le permitieran subir al escenario: fue un éxito absoluto (y Kafu tenía ochenta años).
A los setenta había hecho un balance de las damas en su vida: asombrosamente, el número fue de dieciséis, todas geishas, a las que retiró de la profesión al conocerlas y volvió a colocar en el negocio cuando se cansó de ellas. También fueron geishas todas sus secretarias, sus mucamas y sus enfermeras, pero no figuraban en la lista. Se enorgullecía de no haber estado nunca con una virgen, ni con la mujer de otro, ni de haberse enamorado jamás: sólo le importaba el arte de lo amatorio en la mujer. Y lo valoraba como ninguno.
Kawabata ganó el Premio Nobel, Soseki está en el billete de mil yens, Mishima es icono gay, Tanizaki reina entre los espíritus exquisitos y Murakami entre los jóvenes, pero el único escritor japonés que llegó a ser muñequito es Kafu. Se consigue en todos los puestos callejeros de baratijas en Tokio: es un hombrecito de anteojos de veinte centímetros, con traje, sombrero, paraguas e hiyorigeta, y casi todos los vendedores suelen ubicarlo al lado de las reproducciones baratas que ofrecen de El sueño de la mujer del pescador y La ola de Hokusai.
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