› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Mi película religiosa favorita es Jasón y los argonautas. Lo que más me fascina, cada vez que me cruzo con ella, son esas escenas donde los dioses del Olimpo, ahí arriba, juegan con los humanos como si fueran piezas de ajedrez. La idea se repite en The Infinities, la nueva e igualmente fascinante nueva novela de John Banville. Allí, en boca de Hermes, se nos narra el último día de la agonía de un teórico matemático en coma mientras, a su alrededor, se reúne su familia para despedirlo. Hermes contempla todo eso e introduce modificaciones aquí y allá, Zeus desciende para –según su costumbre– penetrar divinamente a una joven mortal y, al final, tal vez por primera vez en la obra de este todopoderoso escritor irlandés, impera una cierta calidez y optimismo, cortesía de unos titanes que, dicen, nos envidian nuestra capacidad para complicarnos largamente nuestras breves existencias.
DOS El problema del segundo mandamiento es ese ambiguo matiz del “en vano”. Todo estaría mucho más claro si allí se instruyera un “No tomarás el nombre de Dios”. Y punto. Pero no: en el nombre de ya saben quién se hacen cosas muy raras. Es el problema del catolicismo en general: sus teóricas ganas de complacer a todo el mundo mientras, a la hora de la práctica, gana esa fuerte vocación por salirse siempre con la suya mientras sus deidades top y subalternos parecen no saber jugar al ajedrez y preferir, en cambio, el tinenti. Ya saben: piedrita en el aire e ir robando, una a una, sin apuro, las demás piedritas.
TRES Esa es la tesis de Edward Gibbon en su magistral The Decline and Fall of the Roman Empire: una mañana el emperador Constantino se levanta con ganas de patear el tablero y legaliza la cristiana idea de que hay una vida mejor después de la muerte. Resultado: los romanos, acostumbrados a interactuar con los dioses día a día, pierden interés en el presente y comienzan a soñar con la futura recompensa de un paraíso. Y dejan de mirar al cielo, a ese lugar que mira Maradona mientras descubre que ya no es su casa, que alguien cambió la cerradura de la puerta mientras libraba su cruzada tachada. Jornadas de oración non-stop en la Iglesia Maradoniana y falta poco –¿cuánto apuestan?– para que su Mesías diga el verbo “crucificar”. Mientras tanto, Bilardo profetiza que nada cambiará y que “esto tiene que terminar así, sólo si viene Jesucristo con alguna cosa podemos aceptarlo”. El problema y el misterio residen en qué posición pondría el Diez a jugar al Dios.
CUATRO En la contratapa de Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar cita una carta de Flaubert donde se lee: “Los dioses ya no estaban y Cristo aún no estaba, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en el que el hombre estaba solo”. Me pregunto si –aunque Benedicto XVI piense lo contrario– no habitamos una época similar a la espera de un nuevo Dios. Según el escritor Douglas Coupland –quien por estos días presenta su Generation A– vivimos un momento bisagra, una era límite en la que, pronto, “el nombre de Dios dejará de ser Google”.
CINCO Mientras tanto y hasta entonces, el cielo está vacío de padres y desborda de hijos. Hace ocho años que se estrellaron varios aviones en el nombre de un Dios y hace unos días otro avión fue sometido a la iluminada voluntad de un hombre que decía haber recibido instrucciones celestiales y amenazaba con hacer volar todo por los aires si no se le permitía comunicar su profecía de catástrofe inminente. Por fin reducido, se descubrió que ese paquete negro que pretendía ser una bomba no era más que una Biblia, esa poderosa arma de seducción masiva.
SEIS Y uno de los libros más comentados de por aquí es El Día D: La batalla de Normandía, de Anthony Beever. Allí se revela –para pasmo de muchos– que durante el famoso desembarco murieron más civiles franceses que soldados aliados, ensuciando bastante el bronce de esa gran gesta. Las bombas caían desde las alturas y –dijo Beever– “contar la historia desde abajo es la única forma de narrar los acontecimientos sobre la gente corriente”. La salida del libro ha coincidido con la emisión –en el National Geographic Channel– de Apocalipsis, documental en seis partes sobre la Segunda Guerra Mundial rebosante de imágenes inéditas de esas que uno mira bajando los ojos y diciéndose todo el tiempo “Dios mío... Dios mío...”, mientras las callen arden y los cuerpos se queman.
SIETE Barcelona está en llamas. Bastó la publicación en El País de unas reveladoras fotos de maríasmagadalenas haciendo su trabajo bajo los arcos del turístico Mercado de la Boquería para que la ciudad se despertara de su ensueño de Atenas/Shangri-La en una pesadilla que la recalifica como parte de Sodoma & Gomorra, Inc. Arreciaron las quejas de vecinos, las cartas de lectores indignados, la desesperación de políticos y los editoriales sobre el resquebrajamiento urbanístico y la degradación humanística del “Modelo Barcelona”. Sepan –como dato puntual– que buena parte de las prostitutas subsaharianas son sometidas por sus proxenetas con ritos vudú. Y las calles se llenan de carteles conminando a la ciudadanía toda a delatar aliens. Es parte de la campaña de marketing de la película District 9, metáfora del apartheid de Neill Blomkamp producida por Peter Jackson. Otra de extraterrestres, pero esta vez varados y marginados en una Sudáfrica que no quiere encuentros cercanos ni se preocupa demasiado por su incapacidad para phone home.
OCHO Y, por si no hubiera suficientes problemas, el Vaticano ha anunciado el envío de un comando de nuncios-ninja para frenar el “Efecto Zapatero” que ha convertido a España en “la vanguardia del laicismo descristianizador y una amenaza de contagio al resto del orbe católico”. Gripe Z. Los invasores. Cayendo desde las alturas.
NUEVE Leo la noticia de que una suicida mata a un peatón al arrojarse desde un octavo piso y aplastar a ese pobre tipo que pasaba por ahí. La noticia me produce una mezcla de indignación y paranoia. Cada uno es dueño de morir como quiera, pero sin implicar a segundos y terceros. El viejo asunto de los efectos colaterales y todo eso. No sé, la verdad que me parece que estábamos mejor cuando, en las alturas, los ajedrecistas estaban a cargo de la partida.
DIEZ Todavía no fui a ver Up pero –muy up– no dejo de escuchar a los divinos Beatles remasterizados. Y me acuerdo de The Einstein Intersection de Samuel R. Delany, en la que, en el futuro, en una Tierra devastada, los nombres de los dioses son John, Paul, George y Ringo. Y así –arriba y abajo, aquí y allá y en todas partes– los inmortales nacidos en Liverpool cantan y juegan.
Tal vez entonces...
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