CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Entre los desfasajes hemisféricos, las palabras ambivalentes de los poetas y ciertos lugares comunes del lenguaje hablado, la primavera –que por sí sola no suele equivocarse– casi regularmente suscita equívocos que ni siquiera las habitualmente confiables aves migratorias pueden a esta altura resolver.
Es así nomás. Que la primavera y el otoño arranquen juntos, simultáneos, intercambien meses mano a mano en los dos hemisferios, ha hecho que la desaforada “liebre de marzo” de Alicia en el País de las Maravillas y la afirmación respecto de abril como “el mes más cruel” en La tierra yerma hayan motivado asociaciones tan apresuradas como imprevisibles: nada de otoños, amigos míos, se trata de la primavera boreal. Lewis Carroll y T. S. Eliot están hablando de los efectos perturbadores de the spring en el lepórido desatado, y descorazonadores en el contemplador de nuevas lilas que irrumpen desde la tierra muerta, mezclan “recuerdo y deseo”. Es decir: la estación verde –en su versión boreal– no está necesaria, mecánicamente ligada al triunfal regreso de la vida tras la pausa. Esa primavera de allá tiene sus cosas.
Y el otoño también, claro, aunque la literalidad mal entendida empiece por casa y una canción maravillosa como September song, fraseada por Sinatra con la voz y la veteranía de los años que remiten, junto a la letra, a un amor de madurez y bellos días cortos de otoño, haya merecido más de una vez una carátula de disco llena de florcitas de almácigo más dignas y coherentes con Fiebre de primavera, una gansada de y con Pat Boone (y perdonen la referencia hermética). Es decir: abril y septiembre, allá, no son lo que parecen/connotan acá.
De todos modos, curiosamente o no, el equívoco persiste. Por ejemplo, la idea más común de la juventud asociada a la estación de los brotes y el apareamiento hace que las chicas, hasta cierta edad que no va más allá de los veinte, sumen oleadas de hormonas y junten apresuradamente unidades anuales medidas en primaveras. Lo dice, sin pudores, el tango, depósito inagotable tanto de hallazgos como de lugares comunes en el campo de la metáfora.
Y lo dice muy bien, entre otros lugares, en la alevosa anécdota de Los cosos de al lao con letra de Marcos Larrosa para la música de José Canet: “Ha vuelto la piba / que un día se fuera / cuando no tenía / quince primaveras...”. Sin embargo, por cierta contaminación que valdría la pena rastrear, cuando Homero Expósito tiene que fechar lo mismo –el momento de la partida irresponsable de la piba encandilada– y simbolizarlo en el abandono de una pilcha/tela en Percal, mide con otra unidad de tiempo: “Percal... / ¿Te acuerdas del percal? / Tenías quince abriles...”. O sea que, a la hora de cumplir, tangueramente se cuentan tanto primaveras como abriles (por otoños). ¿Es coherente?
Pareciera que sí, al menos en ciertos casos. Por ejemplo, cuando el uso es el de la transitada nostalgia de Tiempos viejos, los “veinticinco abriles / que no volverán”, de Manuel Romero. Los hombres, desde la madurez, como peinan canas, sobrellevan “abriles”, es decir, experiencias, años cumplidos, tiempos pasados. Lo que gastaron, en suma. En el caso de las mujeres jóvenes –siempre desde la parcial mirada masculina– no se cuenta, en cambio, por experiencia acumulada sino por cantidad de floreceres irrecuperables. El hombre, incluso con nostalgia y dolor, suma; la mujer –se supone– resta y pierde.
¿Y el caso de Expósito para la bella música de Domingo Federico, entonces?
En general, me gusta pensar en una contaminación hemisférica que habría que rastrear, en un bello equívoco poético en que “abriles” equivale a “primaveras”, estemos donde estemos en el mapa; además, y sobre todo, porque en castellano no me van a comparar el sonido y la resonancia del melodioso, levísimo cuarto mes, con las cansadas, interminables sílabas de todos los meses de la primavera austral. El verso –la música y el metro, digo– manda. Y si no, que lo diga el Tata, Floreal Ruiz.
Por otra parte, a este cruce estacional de significados han contribuido los poetas más frecuentados y “decibles” de la primera modernidad en nuestra lengua, cuando la irrupción de la primavera es cantada no en plenitud gozosa sino desde el otoño personal. El gloriosamente cursi Rubén lo dibujó con todas las letras llenas de arabescos en la literal Canción de otoño en primavera, con aquel “divino tesoro” y el “te fuiste para no volver” que sigue sonando. Y, mucho más fuerte y convincente, el maduro y sabio Machado de A un olmo seco –el mismo poema que reflotó el joven Serrat– le puso la esperanza a su espera, compartida con el tronco “hendido por el rayo”, de aquel “otro milagro de la primavera”.
Para final, y rascando un poquito nomás, el que hizo –a la inversa– poéticamente de la primavera pretexto de amarguras y frustraciones fue el imperdonable Becquer, tan buen poeta como difícil hoy de citar sin pudor. Las golondrinas “oscuras” que volverán a colgar sus nidos “de tu balcón”, del mismo modo que las madreselvas otra vez florecientes y las palabras que te vuelvan a decir, no compensarán el amor que perdiste. Nunca nada será lo mismo, aunque los ciclos y las primaveras se repitan. Mirá vos.
Ahora, lo peor es que ni siquiera las golondrinas, asociadas con la inconstancia emocional (“fiebre en las alas”, Lepera dixit para Don Carlos) o con la sed/búsqueda de infinito (“vuelve del más allá / vuelve desde el fondo de la vida” según Dávalos con Falú) parecen hoy convencidas de su propia función e imagen.
Me pasó ayer en Iguazú: las golondrinas –con tanto espacio disponible– saturaban el cielo del aeropuerto, con peligro de alimentar las ominosas turbinas, y no sólo eso: cada vez más, anidan concienzudamente en los recovecos de la estación aérea... Por eso hay incluso quienes sostienen –escépticos con los que no quiero coincidir– que contra toda experiencia ancestral y memoria poética, no es casual que estén todas ahí: han empezado a llegar por avión.
No pienso estar ahí para verlas cuando se vayan.
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