› Por Roberto “Tito” Cossa *
Mamarse y divagar. Así describía el personaje de una obra teatral las tertulias interminables de la bohemia en los bares de Buenos Aires. Tengo acumulado millaje como para dar vuelta al mundo varias veces, desde la adolescencia en el bar Luxor de Villa del Parque hasta las eternas jornadas en el viejo Ramos, de Corrientes y Montevideo, ahora masacrado por la prepotencia del acrílico. ¿Los temas? Los de siempre: política, mujeres y fútbol. De la muerte no se hablaba, sí de los muertos que iban llegando. Y jamás ¡jamás! del después de la muerte. Avanzados los ’60 llegaron las minas a compartir la mesa. Ya no se habló más de ellas. Se trataba de levantarlas.
Y ahora, en el debe de la vida, como dice el tango, en tiempos en que no se puede fumar en los bares, a solas y con el trago moderado, veo pasar la vida por la ventana de mi casa. Leo el diario y escucho la radio. Pero no pierdo la costumbre. Divago.
Escucho decir: la gente está ávida de cultura o describir a alguien como un lector voraz. A mí no me pasó nunca.
Esto del feminismo está bien. Hay que apoyar a los derechos de la mujer. Pero también hay que estar atentos a las posibles consecuencias. Hagamos un ejercicio de memoria: retrocedamos a las 23 horas del 17 de octubre de 1945. La Plaza de Mayo es una caldera a punto de estallar. El país al borde de la guerra civil. De pronto, se ilumina el balcón, avanza el coronel Perón, alza los brazos y grita:
–¡Compañerooos!
Y se torció la historia.
Supongamos que un hecho similar ocurriera hoy. La misma plaza, la misma ansiedad, el mismo país al borde del caos y un hombre, un solo hombre, un líder capaz de torcer la historia. Y se ilumina el balcón y ese hombre aparece, alza los brazos y dice:
–¡Tooodos y tooodas!
¿Qué pasaría?
En una de las últimas obras del recordado Carlos Pais, un personaje se queja: “Nos estamos quedando sin malas palabras”. Es un hecho cierto, que se va arraigando entre los porteños. Y no es una tontería. ¿A dónde va a ir a parar una comunidad cuyos ciudadanos pierden la capacidad de agraviarse? ¿No será que tanta violencia física obedece al debilitamiento de la violencia verbal?
La cuestión viene de arrastre. Allá por los ’50 mi primo mendocino Roberto Quiroga se asombraba de que en las calles de Buenos Aires los conductores de autos se intercambiaran alguna puteada y siguieran lo más campantes. “En Mendoza, por mucho menos, nos agarramos a los sopapos”, decía.
Ya a comienzos de los ’80 en la obra El acompañamiento, de Carlos Gorostiza, un personaje, con sólo cambiar el tono, usa el hijo de puta como agravio y un segundo después como exaltación. ¡Tanta es la capacidad de desarmar la provocación del lenguaje que hasta hemos logrado convertir el peor de los insultos en el mayor de los elogios!
Parece que los argentinos tenemos una relación especial con la ch. Las dos últimas palabras incorporadas definitivamente al lenguaje popular son trucho y escrache. Los jóvenes recuperaron el chabón, de vieja data, que en su origen fue el vesre de boncha. Y no hablemos del chanta, integrado para siempre. Castellanizamos el apellido Demichelis y conservamos el origen italiano cuando mencionamos a Ceconatto. ¿Para qué? ¿Para preservar la ch? Turro está en vías de extinción, pero guacho permanece. ¡Y la ch es una letra que hace poco fue excomulgada del abecedario!
¿Por qué será, che?
Tengo para mí que los argentinos estamos abusando del adverbio obviamente. Primero, porque no creo que haya tantas cosas claras en el país. Pero, además, es una palabra que hasta no hace mucho pertenecía al lenguaje exclusivo de los intelectuales y ahora la usan hasta los futbolistas. Y la usan como si la exhibieran. Es una recién llegada. Chirria, como puerta de viejo ropero. ¿No será prudente recuperar, aunque sea en parte, el más humilde por supuesto?
¿Por qué tiene tanta mala fama el sustantivo evento? Es una pena, porque a veces es necesario.
En los últimos tiempos se ha dado en llamar teatristas o teatreros a todos aquellos que formamos parte del oficio del escenario. ¡Por Dios!
Encontremos entre todos una palabra menos ofensiva a los oídos. Yo suelo utilizar oficiantes del teatro, pero sin ninguna esperanza.
Digamos la verdad. El odio de buena parte de la clase media hacia la Presidenta, ¿sería el mismo si Cristina tuviera la pinta de Paula Albarracín de Sarmiento?
Me pasé toda mi vida con el deseo de que la General Motors quiebre. Parecía un sueño inalcanzable. Y ahora que se produjo, me da miedo.
* Dramaturgo. Dos obras en cartel: Cuestión de principios y Angelito, un cabaret socialista.
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