CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Hace unas semanas se murió –me enteré de rebote y como de lejos–, a los ochenta y pico largos, Carlos Roume, un gran dibujante de la época de oro de la historieta argentina. Suena medio solemne, pero es cierto: aunque laburó muchísimo, su plenitud como artista coincide –para mi gusto y memoria– con el último tramo de los años ’50. El Roume treintañero que dibujó Tipp Kenya, Patria Vieja, Nahuel Barros y Pichi sobre guiones de Oesterheld en Hora Cero y Frontera de esos años, es el mejor. El del pincel suelto y salvaje, más que el de la rotring modeladora que utilizó después.
Lo admiré, como todos los pibes de entonces, primero y sobre todo por la destreza y sensibilidad para dibujar animales, todo tipo de bichos. Algo dificilísimo que sólo el José Luis Salinas ilustrador de Salgari o Ryder Haggar podía hacer sin errarle en un pelo, un colmillo o una curva en el lomo. Y Roume dibujaba animales en su hábitat, en la naturaleza abierta, claro. Oesterheld, antes de llamarlo a colaborar con él, debe haberlo admirado, como todos, por lo que hacía en Sabú, para Pimpinela, de Códex, con guión de Wadel –el de Vito Nervio– una serie ambientada en la India con resonancias de Kipling: ahí estaban el tigre borgeano, la ominosa cobra y los consabidos elefantes. Y la reconstrucción de época y el ambiente, claro.
Porque Roume dibujaba sobre todo aventuras a cielo abierto –como Hugo Pratt– y no se sentía cómodo con historias bajo techo, con personajes trajeados y urbanos en el presente. Con ambientes cerrados o edificios modernos. Lo hacía, pero no era lo suyo. Lo suyo era por lo general el pasado. Pero un pasado no épico ni subrayado en uniformes de hombros anchos, batallas o relumbrones. Roume humanizaba todo, dibujaba al ras del piso y desde la altura de los ojos. O ponía todo el cielo y las figuritas bajo su gravitación. En ese cruce de amor por lo natural –los animales y el paisaje– y por el pasado entrañable encarnado en la gente de la tierra, encontró, de la mano y la intuición de Oesterheld, su hábitat perfecto como creador: las gestas y personajes más o menos oscuros y heroicos en el escenario abierto de la Argentina del siglo XIX.
En Patria Vieja contó la gesta de la emancipación sobre todo desde los de abajo –el chico que se suma a las montoneras en Tilcara; la entrega de Falucho cuando todos claudican en El Callao–, en Nahuel Barros, el costado humano de la vida en los fortines durante la campaña del desierto, en la contraposición clásica del oficial, militar de academia, y el baquiano criollo pleno de sabiduría y buen sentido empírico; en Pichi, alarde narrativo, ese mismo escenario visto y contado desde la perspectiva de un perrito pampa, un cachorro entre los pajonales, testigo natural y equidistante de las escaramuzas entre indios y cristianos. Una obrita maestra.
Pero lo que más le gustaba dibujar a Roume eran caballos. Y caballos sueltos, más que montados. Matungos viejos o castigados de fortín pampa, más que corceles briosos, blancas estatuas para lucir algún cowboy apolíneo que también le tocó dibujar, a veces. Cuando estaba en su apogeo creativo, a principios de los ’60, como varios otros dibujantes de entonces, ante la oferta de buen trabajo en Europa, dejó todo y se fue a radicar a Montecarlo. Se quedó un montón de años trabajando sobre todo para los ingleses, haciendo lo que sabía tan bien. Hizo de todo, incluso una serie, Rodney Stone, basada en un personaje de Conan Doyle. E históricas también. Claro que dibujar soldados y batallas y uniformes de allá era otra cosa: nunca le salió del todo esa apostura y gallardía requerida en las reconstrucciones de época en aquel mundo de algún modo ajeno. Le salían mejor y más convincentes los viejos fortineros, las empalizadas ralas, los cardos y pastizales, los pampas de piernas combadas y ojos filosos como chuzas.
Lo vi apenas dos veces. La primera, hace treinta años, para hacerle un reportaje, junto al Chingolo Casalla y Walter Ciocca, sobre los dibujantes “gauchescos”. Tenía una barba de artista y desde siempre, que lo hacía más grande. Sereno, aceptaba opiniones sobre dibujo y estilos, pero se mantenía en lo suyo, su cálido realismo:
–A la hora de dibujar, yo no discuto con Dios –me dijo con una sonrisa tierna y ladina a la vez.
No creo que deba discutir nada ahora. Deben seguir de acuerdo.
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