CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
La transmisión televisiva de River-Boca fue anunciada ayer con referencias cuasi presocráticas: el Superclásico desde la tierra, desde el aire y desde el agua. Una manera de proponer –se suponía– una visión distinta, sobre todo totalizadora de perspectivas, del acontecimiento futbolero. En realidad, fue simplemente cosa de poner, además de las terrenales cámaras de siempre, otras desde lo alto, que tomaran el Monumental desde arriba, y alguna en el mismísimo Río de la Plata, para verlo en perspectiva desde el ras del agua. El intento vale como tal, aunque no interesa demasiado la panorámica desde varios centenares de metros de altura cuando la pelota está en juego, y menos darle pantalla y primer plano a un bote mientras una espera el resultado de un lateral en ataque. Es cierto que no se perdió/no nos perdimos nada: cuando la imagen volvía a la cancha, todo seguía igual, cauteloso y bastante aburrido pese a la tensión latente por la incertidumbre del resultado.
Es que ayer durante toda la tarde faltó el cuarto elemento, el fuego –Anaximandro dixit–, y sin fuego poco fútbol puede haber.
Y no aparecieron en el clásico ni siquiera los habituales equívocos metafóricos del fuego: la pasión desbordada y –eventualmente– la violencia. Tampoco las extrañamos, claro. No hubo crispación. Bienvenidos sean los gestos amistosos dentro de la cancha, los abrazos y saludos con camisetas cambiadas antes y después de los noventa. Incluso las expulsiones –dos patadas innecesarias de Villagra, una ingenuidad de Cáceres– quedaron ahí, sin trascendencia ni secuelas; y los errores arbitrales –la mano de Buonanotte previa al penal y el adelantamiento de Abbondanzieri ante el disparo de Ortega– no se convirtieron en chispa de escándalo. Como si cada uno se hubiese dado cuenta de que no daba para tanto. Quiero decir: los dos se cuidaron (demasiado) del incendio.
Los únicos que dilapidaron algo de combustible y quemaron energías con decisión y ganas –a veces bien, a veces equivocados– fueron Buonanotte y Gaitán, Cuando la agarraban, echaban chispas y encaraban como cañitas voladoras que se apagaban solas tras un par de zigzagueos. Evidentemente eran de los pocos que tenían permiso para hacerlo. Todos los demás, con la manguera y la regadera en la mano, apagaban cualquier foco incipiente (rival o de los compañeros), se abstenían del riesgo, escondían los fósforos. No fuera que hubiese un accidente.
Y así los goles fueron accidentes, de algún modo. Hechos aislados iluminados por el único fuego que asomó apenas lo necesario para que no padeciéramos un cero a cero un poquito vergonzoso. Fue una cuestión de fuego sagrado, que le dicen. Ese resplandor indefinible, ese brillo que perdura en algunos jugadores –poseedores de esa brasa, conservada bajo las cenizas crecientes– más allá del tiempo y del creciente deterioro de aptitudes. Y fueron los mismos de la última vez. En el caso del Muñeco, repitió al calco la lección de clase y categoría en el momento justo con la pegada exacta. En el caso de Martín, debe haber batido algún record nuevo en uno de los tantos Guinness que frecuenta: la relación entre la cantidad de veces que tocó la pelota/tiró al arco y convirtió (toque de Román mediante, claro, con fuego sacro también).
A la inversa del epitafio tardío que se atribuye al bombero Saavedra respecto del ígneo Mariano Moreno, ayer fueron necesarios y apenas suficientes dos toques de fuego sagrado para que la inundación de tedio y cautela no nos humedeciera definitivamente el curtido espíritu futbolero.
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