› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Lugares cerrados, ambientes envasados al vacío, atmósferas cero y en el cielo –mientras yo pensaba en qué iba a escribir esta semana en esta página– un avión de pasajeros de la Northwest Airlines pasaba de largo sobre su aeropuerto de destino. Por suerte, tenía combustible suficiente para corregir trayectoria y aterrizar en Minneapolis, donde los controladores aéreos no dejaban de enviarle mensajes desesperados y lo esperaban con el corazón encogido. No está claro aún si los pilotos se quedaron dormidos o si, como aseguran, “estaban enfrascados en una acalorada discusión sobre su compañía”. Sea cual fuere el motivo, lo cierto es que llegaron a movilizarse cuatro aviones de combate más que dispuestos a derribar la nave (y a sus 144 pasajeros) de confirmarse una remake del 11-S. Las primeras hipótesis, sin embargo, apuestan a aquello que afecta a los aviones y, claro, a los pilotos: fatiga de materiales como consecuencia de horarios bestiales y constantes cambios de horarios golpeando metabolismos que –leí en alguna parte– tienen un promedio de vida de 62 años. Los presidentes de por aquí tienen cuatro u ocho o doce años de pila. Pero –todo parece indicarlo– se gastan mucho tiempo antes.
DOS Un jugador de fútbol “vive” menos que un piloto de aerolínea, más que un presidente (pero mucho menos que un político), y gana mucho más dinero que ambos (siempre y cuando no se haya metido la mano en la lata). Aunque también están sujetos a ambientes extremos y a desgastes agresivos. Por aquí, los periódicos deportivos afirman que “Leo Messi recupera la sonrisa” y que “sobreponerse a quince días al lado de Maradona no debe ser tarea fácil, ni a nivel físico ni mucho menos mental”. Diego-Lag. Así es, Leo (Lío para ustedes) está de regreso y vuelve a sonreír esa sonrisa suya un tanto rara. Mientras tanto parece que el Barça –metido además en una polémica sobre si se trata del momento más catalanista del club impulsada por las posturas cada vez más nacionalistas de su presidente– se enfrenta a un natural bajón luego de haber ascendido a lo más alto. Ya se sabe: llegar es difícil, mantenerse allí es más difícil aún, y las estrellas del equipo blaugrana han filmado un spot televisivo en plan épico-gladiator donde aparecen tatuados con las palabras Ens Hi Deixem La Pell (nos dejaremos la piel) para así convocar a sus seguidores y recuperar la mística. Messi es producto de un lugar llamado La Masía. Una casita junto al estadio del Barça donde se forma –siempre me gustó y me inquietó el perfume un tanto olivertwistesco del término– “la cantera” del equipo. Y fue allí donde se hicieron cargo del costoso tratamiento a base de hormonas de crecimiento para que Messi dejara de ser –en sus propias palabras– “tan chiquitito”. Ahora, en cambio, Messi es tan grande que toca el cielo con las manos. O con los pies. Pero a no confiarse mucho: por ahí escuché que El Menos Diez anunció próximo viaje a Barcelona para “hablar seriamente con Messi porque tiene que despegar de una vez” y aquí viene Fagin, aquí viene Bill Sikes, y qué lío para Leo, que ya está rezando por que el avión pase de largo.
TRES Las habitaciones de hotel son como aviones en tierra, como camarotes de masía, y fue allí donde, después de tantos años, volví a encontrarme con Gran Hermano. Este reality ya lleva en España once ediciones –creo que es el único lugar del universo donde se lo sigue emitiendo con éxito–- y yo no había vuelto a entrar allí desde la tercera temporada. Me había interesado por si este año había algún inevitable concursante argentino y me dijeron que sí: un tal Gonzalo, ultraviolento discutidor que fue velozmente expulsado por la producción por considerarlo factor de riesgo para el resto de los concursantes luego de que lanzara expresiones estilo “te arranco la cabeza” o “tengo un bestia adentro a la que me cuesta dominar”. Parece que Gonzalo entró allí para olvidar un de-sengaño amoroso, pero el ambiente no lo relajó mucho. Algo hay que decir en su favor: no le ordenó a nadie que se la mamara. En cualquier caso, lo que vi mientras me iba quedando dormido superó todas mis expectativas y me condenó al insomnio del asombro: dos casas paralelas como si se tratara de multiversos a los que los ignorantes y cada vez más inquietos concursantes –en una versión bastarda de Lost– se referían como a leyendas urbanas. Ruidos en paredes y techo. Pasadizos secretos y –lo juro, no miento– la súbita irrupción de toda una tribu de papúas semidesnudos aterrorizando a los pobres chicos y chicas de esta España en crisis que entraron allí para hacerse famosos de la peor manera posible, para ver si sacan algo de dinero, porque cualquier cosa es mejor que estar ahí afuera, sin futuro. Pero lo de los papúas...
CUATRO Mientras tanto, en alta mar, el pesquero español Alakrana y su tripulación sigue en manos de piratas somalíes y uno de los corsarios capturados se la pasa siendo paseado por los tribunales de Madrid porque al ser menor de edad (su edad no ha sido del todo confirmada aún) la Justicia no sabe muy bien qué hacer con él. El piratita Abdu W. declara, divertido: “¡A cuánta gente que estoy conociendo en tan pocos días!”.
CINCO El reciente titular de El País y sus bajadas afirman que “La crisis provoca el primer descenso de población inmigrante en trece años”, “En España hay 17.100 extranjeros menos que en el segundo trimestre” y “La caída se debe al frenazo de las llegadas y a una incipiente salida del país”. Y la nota empieza así: “En algún momento terminan las ilusiones...”. En el metro, los latinoamericanos que cantan por monedas –lo he notado en los últimos meses– han modificado su repertorio. Ya no cantan “Gracias a la vida” y, luego de una breve escala, “Sólo le pido a Dios”. Ahora insisten una y otra vez con “Color esperanza”. De seguir la cosa así pronto no será sencillo para la producción de Gran Hermano conseguir participantes argentinos. Está Leo, sí, pero no creo que le interese mucho. Tal vez podría meterse ahí dentro al pirata somalí.
SEIS Afuera, los políticos siguen acusándose mutuamente en ese set de Gran Hermano que es el Congreso. Escándalos, corrupciones, presupuestos, encuestas de intención de voto, actitudes corsarias y cantinelas oídas hasta el hartazgo mientras danzan como papúas la coreografía de su satisfacción que –aunque no lo quieran ver, espero que lo intuyan– es exactamente igual a la del desencanto de quienes los miran desde afuera y se dicen que el próximo domingo que toque ir a votar se quedarán en casita. La gente –los pasajeros, los concursantes, los que miran el partido desde las tribunas, los que vinieron volando y ahora se vuelven nadando– ya está cansada de oír todos esos discursos que son como aviones que pasan de largo. Aviones que se olvidaron de cómo era aquello de aterrizar y cada vez se acuerdan mejor de cómo era aquello otro de estrellarse con los cinturones cada vez más ajustados.
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