› Por Noé Jitrik
Cuando ya no importe es el título, extraordinariamente sugerente, de una de las últimas novelas de Juan Carlos Onetti. ¿Qué sugiere? Si le reemplazamos “no” por “nada”, “Cuando ya nada importe”, nos toparemos con un absoluto, la indiferencia, el rechazo que supone un tiempo anterior, en el que todo, o gran parte, importaba: su alcance tendría algo de renunciamiento, de heroico estoicismo. Si, por el contrario, la dejamos tal cual, podemos legítimamente considerar que hay un suspenso, completable con un complemento directo: “cuando ya no importe (vivir, o morir, o los seres humanos, o el destino de la sociedad) tantas cosas. O sea cierto relativismo que hablaría no de una instancia fatal sino racional, hasta cierto punto justificable.
En efecto, si al sujeto en cuestión, pongamos por caso al personaje de la novela, ya no le importa aislarse en el fin del mundo ni siquiera si le pican o no los mosquitos, si tiene o no tiene recuerdos, podría tener, en cambio, motivos para haber llegado a ese estado: decepción, cansancio, depresión, frustración, fracaso, escepticismo, asco, etcétera, la serie de motivos puede ser muy larga. Una historia, en suma, que no estaría ausente en el relato.
Pese a la imagen de Onetti que se ha hecho lugar común (metido en una cama, leyendo novelas policiales, fumando como un beduino, una botella de tinto al alcance de la mano) no creo que ese título sea proyección de una sabiduría negativa a la que habría llegado después de pasar por exámenes como los que he mencionado. No lo creo, porque en primer lugar es harto difícil introducirse en ese revuelto mundo que es la memoria y la imaginación y la capacidad de verse de un escritor tan complejo y, luego, porque esa novela conserva el fresco vigor de sus mejores libros, lo que indica que no tendría motivos para decir “Cuando ya no importe”.
A la luz de su obra anterior, de las más personales y vigorosas de la literatura contemporánea, ese texto tan sólo cierra un ciclo y no es incongruente con, por ejemplo, La vida breve o El astillero; no aparece allí nada que no podamos reconocer como propio de un ambicioso, y quizás inconsciente, proyecto de construir un mundo desde un sueño para entender el mundo real, desagradable e incomprensible, arbitrario e injusto, un mundo de infelicidad segura y de felicidad fugazmente probable. En eso consiste la poderosa marca que ha dejado su obra, y de corrosiva apelación a una toma de conciencia.
De modo que la frase “Cuando ya no importe” debería ser tomada en un sentido más amplio; abusando de los términos, a partir de ahí se la podría relacionar con “lo que importa” en el tiempo en que vivimos, lo que realmente importa: señalarlo puede no ser muy agradable.
¿Qué es, en efecto, “lo que importa” en nuestro tiempo? En una película de Bergman, cuyo título se me pierde en las brumas, un hombre sencillo piensa que Dios abandonó a los seres humanos y que debe suicidarse porque, enterado de que en la China matan a misioneros, nada podría hacer, él solo, desde Suecia, para luchar contra ese espanto. Evidentemente, eso le importa, así como importó en su momento la guerra de España pero no tanto el exterminio de los armenios a manos de los turcos ni de los judíos a manos de los nazis. Por supuesto que a los armenios les importó así como a los judíos pero, aun así, una suerte de anestesia generalizada ha hecho que las grandes catástrofes sean flor de un día para lo que importa, la mecánica del olvido actúa con una celeridad tal que todo se borra y deja de importar, incluso los agravios y las traiciones. ¿Importa el hambre de los demás? No parece que mucho, pues los hambrientos se reproducen en el mundo y no por eso los que comen pierden el sueño o el apetito.
Habría, tal vez, dos dimensiones de lo que importa: una objetiva, como tendencia propia de un tiempo en el que se trata de reducir las amenazas a lo individual o a lo gregario mediante el olvido o la indiferencia o el sálvese quien pueda de la enfermedad, de la inundación, de la horda o de la policía; la otra subjetiva, “lo que nos importa”, igualmente en riesgo: la dimensión del afecto, la atención a lo simbólico, la importancia de la ética, la posibilidad del gran amor, la sensibilidad al sufrimiento de otros, la ilusión del gran descubrimiento, todo ese conjunto que, se diría, es la riqueza y la justificación de la vida.
Pero tampoco estoy muy seguro de que se pueda jurar que esas marcas de lo humano no estén perforadas y que todo siga igual a como habría sido cuando muchas más cosas o situaciones importaban, el futuro por ejemplo, o el ahorro o el cultivo de la personalidad o el ver y oír las magníficas creaciones del ser humano o, simplemente, los atractivos de los otros.
O quizá todo eso siga importando, por instinto o por juventud, y uno no lo perciba y sienta que, porque no lo percibe, “ya no importa”, o bien que “ya no le importa” a un vencido, a alguien que nada quiere esperar o nada tiene que esperar.
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