CONTRATAPA
Brindo por ellos
› Por Juan Forn
En los 80 había una librería de la avenida Santa Fe que tenía libros especialmente buenos, especialmente difíciles de conseguir y especialmente caros. Yo dejaba mis mangos ahí. Y también robaba, cuando se daba la ocasión. En una de esas ocasiones sentí una mano en el hombro en el momento fatal. El que me había pescado era nuevo en la librería, tenía mi edad y le gustaban, supe después, casi los mismos libros que me gustaban a mí. Le tiraban mucho los libros, pero había una cosa que le tiraba más: Independiente. Fanático terminal, de ir todos los domingos a la cancha —en Avellaneda y de visitante, lloviera o tronara—, era capaz de decirte cosas como la que le dijo un día al Tano Dal Masetto: “Perdóneme un minuto, Antonio, que me pongo la campera. Es que hablar de Bochini me da escalofríos”. Dije que le tiraban los libros. Hasta ese punto le tiraban: iba al taller del Tano. Pero también dije que Indepen-diente le tiraba más: iba al taller del Tano para escribir una novela que iba a ser la historia de su vida, y para él la historia de su vida era básicamente la historia de su fanatismo por el Rojo (la iba a llamar El Vándalo, en un segundo van a entender por qué y entonces les voy a contar la idea que tenía para la tapa del libro, porque hasta la tapa del libro tenía pensada).
Le decían Duca, todos lo conocían por Duca. Todos los que lo conocían por la librería: después estaban los otros, los que le decían Pinocho, desde el día en que el legendario Gallego de la hinchada de Independiente, cuando organizaba la gente antes de un partido, lo señaló de reojo y le dijo: “Y vos, Pinocho, venís conmigo”. Cuando Duca te lo contaba, con una euforia que le llenaba los ojos de lágrimas, remataba la historia así: “Yo estaba siempre ahí, en primera fila, pero como parte del montón, ¿entendés? Ahora era Pinocho. Soy Pinocho. Para todos. Porque lo que dice El Gallego, para nosotros es palabra santa”. Y ahora, la idea que tenía el Duca, alias Pinocho, para la tapa de El Vándalo: una foto real, de su primera infancia, desnudo y con el culito al aire sobre un almohadón, por supuesto rojo. Esa clase de rico tipo era.
Pasaron los años. A Duca le fue bien en la librería (tenía calle y le gustaban los libros, gran combinación, y después se casó con la hija del dueño: mejor combinación aún). Después le perdí el rastro: supe que se había separado, y que había dejado la librería, pero no mucho más. Hasta que un día, hace semana y media, lo vi por la tele: más pelado, más ancho y con traje, cosas que me impidieron reconocerlo de entrada, y si me quedé en ese canal fue por la placa que decía “Candidato a la presidencia de Independiente” detrás de un apellido larguísimo. Era, por supuesto, el Duca. Conseguí su celular, a través de los muchachos de la sección deportes, y lo llamé el otro domingo, justo después del partido con Boca —y de las elecciones en el club, que habían sido ese mismo día y en las que él acababa de ganar–. Cuando atendió le dije: “Duca ¿sos vos?”, antes de decirle quién era yo. Hubo un instante de silencio y después oí esa voz atorranta que en mi recuerdo es sinónimo de aquella librería de Santa Fe y Ecuador, diciéndome: “No sé todavía, loco. Dame tu teléfono, que me pellizco para despertarme y te contesto”.
Esto les conté a otros dos amigos fanáticos de Independiente, que viven lejos, muy lejos de Buenos Aires, y que las últimas tres semanas me venían torturando con un rito dominical: en el minuto en que terminara el partido e Independiente saliera campeón, tenía que llamarlos para que ellos salieran a dar la vuelta. Uno es de Médicos Sin Fronteras y está en Africa; el otro es paparazzo y aunque está siempre en un lugar distinto (básicamente de Europa) da igual porque tiene uno de esos celulares planetarios del Primer Mundo. O sea: dos enfermitos por Independiente. Que ya habían pasado el mal trago con Banfield, y que ahora no terminaban de entender que lo de Boca era para festejar, después de haber cagado clavos hasta el final, así que les conté el episodio Duca, porque era tancontagiosa la alegría del Duca por teléfono (confieso que lo había llamado antes que a mis amigos, no pude resistir la tentación) que pensé que irradiaría sola lo que yo no había conseguido transmitirles a los pobres, allá lejos y sin la adrenalina y las pulsaciones de haber estado todo el partido con la ñata contra el televisor.
No sé cuánto irradió. Y la verdad que me importa poco, hoy que ya es domingo otra vez, que ya son las siete y media de la tarde de este otro domingo y yo acabo de cortar con ellos, y mientras escribo estas líneas me los puedo imaginar a los dos: uno dando la vuelta a la manzana por ese bardo que es a medianoche el Trastevere romano (estaba ahí de guardia, esperando que saliera de un bar un fulano de la farándula o de la nobleza europea) y el otro aullando por la sabana africana detrás del hospital donde trabaja en ese lugar de Mozambique que ni el nombre le pude entender. Brindo por ellos, y brindo por el Duca, y brindo por todos los hombres de Independiente que están dando la vuelta en este momento, cada uno a su manera, en donde sea. Somos campeones otra vez.