CONTRATAPA
Técnicas
› Por Juan Gelman
En el espectro ciertamente colorido de los grandes compositores de jazz de Estados Unidos de la primera mitad del XX –ex presos, borrachines, marginales, desesperados, manirrotos que había que sacar a rastras del tapete verde donde perdían hasta la última nota de su última canción vuelta famosa–, Cole Porter fue una excepción. No la única, aunque tal vez la más notable. Era insolentemente rico: su abuelo pasó del ghetto a la fortuna en el Perú de Indiana, y aparte de la relación que evocan esos nombres –indios, oro–, tenía una suerte excepcional. Si talaba un terreno para vender madera, encontraba petróleo. Si hundía un palito en el suelo le brotaba una carroza, diría Chéjov. De manera que el nieto nunca tuvo necesidad de ganarse la vida y pudo ser culto.
A los 6 años empezó a estudiar violín y piano a los 8, a los 10 compuso una opereta, a los 11 publicó un vals, a los 24 estrenó su primera comedia musical “See America First”, que no pasó de 15 representaciones. Corría 1916, EE.UU. entró en la Gran Guerra I en 1917 y Cole Porter se dedicó a tocar piano para los soldados de la Legión Extranjera en Africa. Esto le ganó una condecoración y la infinita posibilidad de construir fantasías varias sobre sus experiencias bélicas. Luego incurrió en otras. Practicó el dandysmo, aunque no a la manera de Baudelaire, recorrió Europa con disfraz de playboy snob –hay de los otros– y no compuso nada. Se codeó con la llamada alta sociedad, se permitió alquilar en 1926 el palacio Ca’ Rezzonico en el Lido de Venecia, y todos los veranos importaba de Londres conjuntos de jazz de músicos negros para solaz y entretenimiento propios y de esa inmensa cantidad de amigos de que se rodean los verdaderos solos.
Después de semejante descansito de una década de largo, comenzó a producir ininterrumpidamente canciones y comedias musicales y a componer para el cine, la radio y el teatro. Algunos de sus musicales vuelven todavía a cartel, como Anything Goes (1934), o La divorciada alegre (1932), o Bésame, Kate (1948), una parodia cariñosa de La doma de la bravía de Shakespeare. Rodgers tenía a Larry Hart para ponerle letra, pero Porter componía música y letra con absoluto dominio del sonar de la palabra. Lo mismo hacía Irving Berlin, su gran rival, y ambos se odiaban cordialmente. Irving lo llamaba “El Rata Porter” y de él recibía a cambio el mote de “El Ratoncito Gris”. También se admiraban mutuamente. Cuando Porter estrenó “Can-can” en 1953, Berlin le escribió: “Digo, parafraseando una vieja canción, ‘todo lo que yo puedo hacer, tú lo haces mejor’”. La vieja canción, desde luego, era de Berlin.
Como sucede con otros grandes músicos de la canción popular norteamericana –Jerome Kern, Berlin, Gershwin, Rodgers, Arlen– en la obra de Cole Porter no hay sólo escapismo. Todos ellos mezclan comicidad, ironía y nostalgia para retratar la sociedad de entonces. Porter supo además expresar una pasión intensa, casi violenta, en canciones como “Night and Day”, llena de reiteraciones melódicas obsesivas y con rimas internas contundentes en la letra. Su vida fue complicada: ejerció de playboy contra el telón de fondo de la crisis económica mundial, de una guerra y de otra por venir. El cuadro era el mismo para todos, pero en ninguno tuvo efectos más agudos que en Cole Porter. En “The American Popular Ballad of the Golden Era, 1924-1950”, el musicólogo Allen Forte analiza la canción “Todo lo que amo” y afirma que es un ejemplo nítido del uso de la balada popular como una “técnica de supervivencia”. Esta habría sido el sostén de la creación de Porter.
Seguramente recurrió a esa técnica cuando la caída de un caballo le fracturó las piernas en 1937. Bautizó “Josefina” a la izquierda y a la derecha “Geraldine”, pero hubo que amputarle una al cabo de 30 operaciones. Porter había mostrado la misma valentía cuando volvió a componer en 1928 y escribió canciones de no poca franqueza homosexual como “Portémonos mal”, que finalizaba así: “Dicen que los osos/tienen amoríos/ylos camellos también./Sólo somos mamíferos,/portémonos mal”. Esta canción formaba parte de la comedia musical París cuando se estrenó en París. Transportada a Nueva York, fue sustituida por “Hagámoslo”, algo más apagada pero no fuera de tema.
Experimentador constante, Porter inventó formas que desarrolló en “Beguin the Beguin” y no vacilaba en introducir en su música ecos y referencias tribales, o exiliados de Martinica en salones de baile parisinos en la trama de sus comedias. Rodgers relató alguna vez que Porter le había anunciado que deseaba escribir melodías judías, y algo de esto es advertible en la cadencia de canciones tan famosas como “My Heart Belongs to Daddy”, que en boca de Marilyn Monroe despierta vigorosas vibraciones masculinas. La riqueza de vocabulario, los juegos de palabras y la maestría rítmica de las letras de Cole Porter tienen resplandores. Y este artículo me pasa porque acabo de escuchar a Louis Armstrong en “You’re the Top”. De Cole Porter, naturalmente.