› Por Enrique Medina
No hace mucho se difundió una foto del ex presidente John F. Kennedy bajo el pretexto de hacer “estallar una bomba periodística”; y también, con la plausible intención de agregar un nuevo documento para el estudio biográfico y analítico de su tan vapuleado perfil. Muchos no estuvieron de acuerdo en que el detalle exhibido lo beneficiara. En cambio otros sí; aseguraban que el hecho se compatibilizaba perfectamente con los detalles más oscuros y escondidos de su vida personal; sin decir que si es personal, por ende es privado, y si es así a nadie debería importarle un corno a la vela. La foto en cuestión lo mostraba a Kennedy en su yate en compañía de varias damiselas, desnuditas hasta el caracú y prontas a cumplir con los consabidos requerimientos humanos de cajón, ya bien detallados en la santísima Biblia. Pero hete aquí que se descubre adulteración en la foto y toda la historieta que nos habíamos hecho se disipa, irremediable y triste, como el merecido dolor de cabeza luego de abusar del champán. Y por más que quienes querían que sí, que se aceptara la foto, que el hecho era verdadero porque había otras pruebas que se sumaban, que la foto era un documento indiscutible, y que además la mafia, y la Marilyn Monroe y montones más, y muchos etcétera-etcétera, como una estrella fugaz, la foto de Kennedy fue a parar al archivo en el que está la de Perón con la Gina Lollobrigida desnudita, y otras de Berlusconi y también antiguas, como la que le tomaron al revolucionario peruano Haya de la Torre en recontraprivadísima sesión de masajes en París y que el presidente de entonces, el general Odría, amenazó con repartirla desde helicópteros si el fundador del APRA se presentaba a elecciones. Y así tantísimas fotos más; la mayoría tomadas por los servicios de inteligencia. Pero nadie dijo que lo que se intentó fue un plagio. Plagio sin detonancia pero plagio al fin. Porque la situación en sí existió y fue tan verdadera como que la mejor pizza del mundo es la de Godfather en Manhattan. El verdadero héroe fue el actor Steve Cochran, que vivió no mucho, pero ¡vaya si vivió! Había nacido en California un 25 de mayo de 1917. Desde el vamos fue un ganador y muy jovencito ya se tentó en los teatros de Broadway, y de ahí, saltar a Hollywood, fue sólo afeitarse el bigote. Tenía la facha para papeles de villano y fue de los mejores aunque no registra un film, en esa meca, que lo identifique y subraye. Seguramente porque les prestaba más atención a las relaciones carnales con señoras como Mae West, Merle Oberon, Joan Crawford, Ida Lupino, Ruth Roman, Maureen O’Hara, Jayne Mansfield, Mamie van Doren y muchas más entre las reconocidas por la prensa; por supuesto, sin contar las amigas circunstanciales. Amén de haberse casado tres veces, tuvo tiempo para disfrutar de su yate en el que sólo iba acompañado de mujeres hermosísimas de pelo hasta la cintura; era su canon. Y es en esta circunstancia que el 15 de junio de 1965 en plenísima relación carnal y espiritual, sin que hubiera nadie sacándole la foto para verificar la historia, Steve Cochran sufre una infección pulmonar aguda que ya lo venía jodiendo y se nos adelanta en el más allá cuando apenas tenía 48 añitos bien sacudidos. El yate estuvo a la deriva bajo tormentas escandalosas casi diez días, porque las damas no tenían la mínima idea de cómo se manejaba “El Paraíso”, que así lo había bienbautizado Steve. Se apiadó Dios, les dijo a los vientos que lo empujaran, y fue a dar a los mares de Guatemala; los guardacostas de Puerto Champerico se encontraron con el regalo y remolcaron el yate. Ellas eran seis pero en los libros de llegada figuran sólo tres mujeres. No es que las otras se hubieran ahogado ni cosa parecida, simplemente eran conocidas y se tuvo la consideración que el caso requería. Merle Oberon, que según parece fue la que más lo amó, hizo valer su fama y logró que el Departamento de Estado investigara, porque ella estaba convencida de que había sido un homicidio. No fue así y el caso se cerró: la muerte había sido casual e inoportuna, pero la que todo hombre bien nacido desea en su fuero íntimo. Steve Cochran no fue solamente un amante sin límites o una bala perdida, como diría Gatica; fue, asimismo, un hombre con ganas de hacer cosas dentro de su profesión: había fundado la productora Robert Alexander Production y, entre las muy pocas realizaciones que hizo en cine y televisión, tuvo la fortuna de encabezar el film que lo guardaría para siempre en la historia del cine universal: fue cuando Antonioni le entregó el guión de El grito y le planteó que la produjera y la actuara. Quizás, y según el parecer de quien esto escribe, la mejor película de Michelangelo Antonioni, con la mejor actuación, en toda su vida, de Steve Cochran. Es muy posible que el título del film en el que el protagonista se suicida algo haya tenido que ver en la historia de Steve Cochran, y que él intuyera que negarse al desafío vaciaría su existir.
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